JACK FUCHS Z"L.
SOCIO ILUSTRE DE HACOAJ
Corrían los
años setentas u ochentas. Jack ya era socio de Hacoaj y, como tantos otros,
disfrutaba con su familia de la vida del Club. Tenía su grupo de tenis, con el
que también compartía almuerzos y tardes de café, así como charlas sobre cine,
libros y alguna que otra discusión política. Le gustaba Hacoaj. Se sentía cómodo.
Su hija se había integrado bien. Incluso, había comprado un departamento de
otro lado del río, para aprovechar mejor los fines de semana. Sus amigos sabían
que Jack era inmigrante (lo delataban las gruesas “erres” de su voz grave), que
había vivido en varios países antes de llegar a la Argentina (en sus
conversaciones mezclaba palabras en idish, inglés, francés y alguna que otra en
alemán) y que tenía un taller de lencería. No mucho más.
Hasta que un
día de 1991 su historia, una historia que había guardado muy dentro de sí por
más de cuarenta años, salió a la luz.
Jack, el
papá de Marianne, el hombre del humor ácido y rápido para los retruques, el de
la mirada intensa de brillantes ojos negros y de silencios a veces enigmáticos,
Jack Fuchs, el amigo de tenis, era un sobreviviente de la Shoá.
No sin
conflictos, no sin dolor ni fuertes contradicciones internas, sobrecogido por
el sentimiento de culpa por haber sobrevivido -cuando seis millones fueron
asesinados sólo por ser judíos- su silencio de cuatro décadas fue encontrando
un cauce.
El hombre
que había perdido todo, su familia, sus amigos, sus posesiones, el hombre que
había atravesado el infierno nazi -cuya descripción cabal escapa a la
racionalidad-, ese hombre tan cercano a nosotros y que guardó dentro de sí un
rescoldo de humanidad, pudo transformarse, reinventarse, encontrar un sentido a
su segunda vida: El de dar testimonio.
Pero no sólo
eso, que de por sí es más que valioso. El de Jack fue un testimonio que
conmueve, pero que fundamentalmente nos incluye porque nos interroga, nos
obliga a reflexionar y, de muchas maneras, nos transforma.
Con el
tiempo fueron surgiendo de su boca (y de sus manos, su cabeza y su corazón)
centenares o miles de páginas en forma de libros, artículos periodísticos,
colaboraciones, así como horas y horas de documentales, mesas redondas y, por
sobre todo, infinitas charlas enmarcadas en el magnetismo que caracteriza la
cadencia de su hablar.
Si
tuviéramos que elegir una característica central en el testimonio de Jack
Fuchs, podríamos hacer hincapié en el rescate que hacía de la vida judía en su
Polonia natal, previa a la Shoá. Su infancia en Lodz, donde jugaba a la pelota
en las calles e iba a la escuela y al jeder; su juventud, en la que descubrió
un mundo intenso, de conflictos entre los dictados de la tradición y los nuevos
vientos, confusos y arrasadores, de la modernidad. Lodz era una ciudad
industrial, populosa y agitada. Más de un tercio de su población era judía. En
ese contexto, Jack se sumó a la militancia juvenil en el Bund, partido de la
izquierda judía, con fuerte protagonismo en la política de Polonia. En aquellos
años juveniles, en los que se forma y consolida la personalidad, le nació ese
espíritu inconformista, que no se queda en la superficie de las cosas, que
busca llegar a lo más profundo. Y siempre, siempre, con un inconfundible rasgo
de humanidad. Su casa estuvo abierta a quien quisiera charlar, intercambiar
ideas, proponerle un proyecto o -simplemente- escucharlo hablar. Eso sí, era
“obligatorio” compartir los panqueques del desayuno o su exquisito pan de
carne. Y luego de unas horas, que siempre se pasaban volando, uno se iba a
continuar con su vida muy bien alimentado, en cuerpo y en espíritu.
A más 70
años de la era más oscura, dolorosa y aún inexplicable que atravesó la
humanidad, nos quedan sus palabras, sus enseñanzas, sus mensajes, sus
preguntas. Incluso sus silencios
Por Gabriel Rozenzon, director de
Comunicaciones del Club Náutico Hacoaj.