No hay hombre tan cobarde a quien el amor no haga valiente y transforme en héroe
Platón
Todos
sabemos que en su esencia, la cobardía implica un miedo paralizante que impide
abrirse a lo incierto, o a todo aquello que pueda provocar algún tipo de riesgo
o incomodidad. Pues bien amigos, el amor o la posibilidad de amar se trata
justamente de otorgar a otro el poder de destrozarnos y que no ejerza dicho
poder. Esta reflexión sobre la cobardía pretende que ahondemos en su trasfondo
existencial, como también intentar
revelar un atisbo esencial sobre nuestra naturaleza humana y nuestra
inclinación a huir de aquello que nos podría exponer al dolor o a la
vulnerabilidad. Hay que decirlo, asumirlo y encararlo: amar, como acto radical
de apertura hacia otro, implica necesariamente un riesgo, por lo cual la
cobardía frente al amor representa una vida que se cierra sobre sí misma,
limitando tanto la existencia finita individual como todas las posibilidades de
relacionarnos plenamente con el mundo en el que existimos.
En
este sentido, el gran Aristóteles consideró que la cobardía es una forma de
exceso en la tarea de evitar el peligro. Concretamente, en su "Ética a
Nicómaco", afirmó que se trata de un exceso de miedo acompañado de una
carencia proporcional de valentía. Para él, el miedo, cuando es
desproporcionado, impide que actuemos de manera virtuosa: aplicado al contexto
del amor, la cobardía emerge cuando el individuo, por temor al rechazo, al
sufrimiento o la pérdida, elige no exponerse, negándose así a la posibilidad de
un vínculo profundo. Vista de esta forma, la cobardía no es simplemente la
falta de coraje en situaciones físicas peligrosas, sino también en los aspectos
más íntimos de la vida humana, como lo son las relaciones amorosas. En este
marco, la persona cobarde prefiere la seguridad que le proporciona el
aislamiento, es decir, lo conocido, por sobre la incertidumbre y la posibilidad
de dolor que el amor siempre implica.
Por su
parte, en su "Suma Teológica", Santo Tomás de Aquino desarrolló una
concepción más compleja de la "acedia", o también conocida como
"pereza espiritual", que puede entenderse como una manifestación
clara de cobardía moral. Esta pereza implica el rechazo del bien divino como
también de las obligaciones propias del amor, convirtiéndose inexorablemente en
una tristeza que se expresa como resistencia interna ante el esfuerzo que
supone buscar un bien más elevado, es decir, amar a Dios y a nuestro prójimo.
Evidentemente, esta angustia nace del miedo al sacrificio, a la entrega
desinteresada, que son fundamentales en la búsqueda de una relación amorosa
auténtica. Para Tomás de Aquino, el amor exige salir de uno mismo, lo cual
implica necesariamente renunciar al egoísmo y enfrentarse a la posibilidad de
quedar en desventaja al dar sin esperar retorno. La cobardía, en este sentido,
se manifiesta en la incapacidad de asumir esa renuncia, prefiriendo la
comodidad de una vida segura pero vacía de sentido trascendental. Siguiendo el
hilo lógico, no amar, entonces, es una forma de destrucción del alma, un retiro
ante la llamada de Dios y de los demás hacia un bien supremo, lo que convierte
a la cobardía en un pecado contra la caridad y el propósito divino del ser humano
en este mundo. En fin, Santo Tomás sostuvo en líneas generales que la
fortaleza, opuesta diametralmente a la cobardía, es necesaria para poder
soportar los sufrimientos propios del amor, ya que quien rehúsa amar por temor
a sufrir, termina por rechazar el verdadero bien de su existencia, sumiéndose
en la tristeza de una vida que al final, se muestra incompleta.
Y si
hablamos de corazones rotos, no podemos olvidar a Nietzsche, quien en su
crítica a la negación de la vida, subraya la importancia de abrazar tanto el
placer como el dolor como aspectos inextricables de nuestra existencia. En
"Así habló Zaratustra", Nietzsche sentencia que el verdadero amor
nunca es cobarde, porque acepta que la vida incluye muchísimo dolor,
sufrimiento y finitud. En cambio, la cobardía se manifiesta en la renuencia a
esa aceptación, evitando cualquier tipo de compromiso emocional profundo que
pueda llevar a la confrontación con esas realidades "incómodas".
"¿Es el amor tan compasivo como el odio
para vivir y morir juntos? Sin embargo, el amor que quiere vida y la vida misma
deben, en último término, abrazar el sufrimiento" (Nietzsche, 2007, p.
192).
También
Søren Kierkegaard, en su "Temor y temblor" exploró la idea del amor
como una manifestación de la fe, lo que implica un salto hacia lo desconocido,
hacia lo incalculable: como tirarse a una pileta sin saber si está llena o
vacía, y si está llena, no sabemos de qué. El ejemplo bíblico de Abraham, quien
está dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac por obediencia a Dios es una
imagen poderosísima que usa Kierkegaard al llamarlo "el caballero de la
fe", una figura de entrega plena, confiando en que, a pesar de lo absurdo,
lo perdido será restaurado. Para nuestro filósofo danés, el amor auténtico, al
igual que la fe, requiere de esta disposición a exponerse al dolor, al fracaso
y a la pérdida, por lo que sería absurdo considerarlo un acto racional o
calculado, sino más bien un compromiso radical con lo incierto. En este juego,
la cobardía es el rechazo a realizar ese "salto de fe" en el amor,
porque el temeroso se retrae al temer la angustia inherente al amor, es decir,
ese vértigo de exponerse totalmente al otro, sin garantías. Está claro que el
amor, en sentido kierkegaardiano, no es solamente un sentimiento cursi, sino
una decisión continua de comprometerse a pesar de los miles de palos que le
pongan a la rueda en el camino, porque amar implica necesariamente vivir en el
filo de la angustia, aceptando la posibilidad de sufrimiento, rechazo e incluso
del abandono. Sí amigos, es una apuesta fuerte.
Saliendo
un poco del ámbito estrictamente filosófico, Marcel Proust en su obra "En
busca del tiempo perdido", nos proporcionará un enfoque donde el amor es
visto como una fuerza ambivalente que, si bien puede generar profunda
felicidad, también tiene el potencial de causar un dolor irremediable. Proust
describe a personajes que, por miedo al sufrimiento, se retraen de amar
plenamente, cayendo en una vida de superficialidad y autoengaño patético. Este
miedo de abrirse al otro nos refleja una cobardía existencial, una carencia que
nos limita al momento de confrontar la vida en toda su complejidad.
Giorgio
Bassani también abordó de manera sutil el temor a no ser correspondido en
varias de sus novelas, pero lo hizo particularmente en su famosa obra titulada
"El jardín de los Finzi-Contini" (1962). Aunque esta novela está
ambientada en el contexto histórico de la persecución de los judíos italianos
durante la Segunda Guerra Mundial, también nos ofrece una reflexión profunda
sobre el amor no correspondido y el miedo a abrirse emocionalmente. El
protagonista de la novela se enamora de Micòl Finzi-Contini, una muchacha de
una familia aristocrática judía: a lo largo del relato, nuestro protagonista
vacila entre su deseo de acercarse a ella y su temor al rechazo. Este mido, que
se mezcla con la incertidumbre y las barreras sociales, lo paraliza
completamente y le impide expresar sus sentimientos con claridad. A su vez,
Micòl, parece inalcanzable, siempre manteniendo distancia emocional, lo que
refleja la fragilidad y vulnerabilidad de las relaciones humanas en un contexto
de incertidumbre y peligro. Bassani nos presenta un tipo de cobardía que no se
limita al ámbito de "lo romántico", sino que aplica a cualquier
posibilidad de relación interpersonal en la que el miedo a no ser correspondido
impide a los cobardes arriesgarse a amar. En la novela precitada, la cobardía
de amar está conectada con la incapacidad de asumir los riesgos emocionales en
un mundo donde todo, incluida la propia vida, parece cada vez más precario.
Es
preciso que en esta reflexión nos detengamos en otra forma de amor, la cual
considero la más pura y profunda, pero que también requiere de un gran coraje,
a saber, el vínculo de los padres con sus hijos. Amar a un hijo implica
exponerse a la incertidumbre del futuro, a los inevitables momentos
conflictivos, decepción y preocupación que nos acompañan desde que son
concebidos hasta el último de nuestros días. Se trata de un amor que, como
señaló previamente Kierkegaard, demanda mucha fe: sí, fe en que, a pesar de los
errores, las distancias emocionales o incluso las rupturas, el vínculo
perdurará. La cobardía en este contexto se podría manifestar en la tendencia
(tan de moda) de no involucrarse auténtica y plenamente con los hijos, o temer
el fracaso como padres, a evitar la confrontación con los problemas que surgen
en el crecimiento de nuestros hijos, o incluso al intentar controlar (a veces
excesivamente) la vida de ellos por miedo a que salga herido. Contrariamente,
el coraje consiste en aceptar que no se puede proteger a un hijo de todas las
dificultades o sufrimientos, pero que, aún así, se debe estar presente
apoyándolo y amándolo sin condiciones: implica el riesgo de amar sin garantías
de que el hijo siempre corresponda de la manera esperada, o de que tomará las
decisiones de vida diferentes a las deseadas por nosotros, los padres. Amar a
nuestros hijos es, en definitiva, un acto total de valentía, porque nos exige
aceptar que su vida tomará caminos impredecibles, y aún así, será necesario
acompañarlos en su desarrollo, enfrentando los desafíos y las alegrías que ello
conlleve. Cobardes seremos, entonces, los padres que nos retiremos
emocionalmente, temerosos de lo que ese amor incondicional pueda demandar, ya
sea el dolor de verlos sufrir, equivocarse o incluso alejarse.
La cobardía de una vida encerrada en sí misma es, en última instancia, una negación de la existencia plena. Si vemos al amor como una fuerza que involucra placer y felicidad, pero también riesgo, entrega, sufrimiento y dolor, entenderemos que amar es sólo para valientes. Pero la reflexión no termina ahí, puesto que la filosofía no responde todo, sino que habilita espacios para que nos preguntemos, en este caso ¿y qué sucede con aquellos que no temen al rechazo, sino a la aceptación plena? Evidentemente tenemos este problema dando vueltas en un mundo que permanentemente nos quiere convencer que la construcción de vínculos sólidos, duraderos que demandan un esfuerzo cotidiano de paciencia, respeto, comprensión y diálogo representa una pérdida total de tiempo. ¿O acaso no habéis notado que se muestra como protagonista empoderado a aquel que decide no amar ni ser amado? Pues bien amigos, por más "cool" que te lo presenten, es, a la luz de la reflexión ofrecida precedentemente, una bajada de línea tristísima que apunta a vernos solos, acojonados y divididos. Bajo esta convicción, caros míos, les indico fuertemente que se animen a amar, no sólo como un aspecto crucial que le da sentido a su vida, sino también como un sublime acto de resistencia contra la agenda imperante de aniquilación de lo propiamente humano.