"Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores."
Platón, La República, Libro I
Hoy quiero invitarlos a
reflexionar en torno a un fenómeno recurrente en las democracias occidentales,
a saber, la ilusión de una política decadente que ha logrado con éxito que
ningún voto rompa ninguna cadena. La creencia inquebrantable en el sufragio como
catalizar de un cambio profundo define una de las grandes ficciones perversas
de nuestro tiempo. En los gobiernos no dictatoriales, millones de ciudadanos
acuden a las urnas con la esperanza de que su voto, individual o colectivo,
transforme las estructuras de poder y mejore sus vidas. Sin embargo, un examen
crítico de las últimas décadas revela una realidad desoladora: los problemas
estructurales persisten y, en muchos casos, se agudizan, independientemente de
quién sea el degenerado de turno al que le toque asumir el poder. Esta
desconexión entre la expectativa democrática y la realidad política nos invita
a una profunda crítica filosófica sobre la naturaleza de nuestra participación
cívica y la verdadera capacidad de incidencia del voto en un sistema que, lejos
de evolucionar, parece haberse instalado en una decadencia persistente y cada
vez más putrefacta.
Tengamos en cuenta que el acto
de votar se ha consolidado como un ritual sagrado, una catarsis colectiva que
valida la legitimidad de un sistema. Desde la niñez, se nos inculca que la
democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y que
nuestra participación electoral es la máxima expresión de soberanía. Pues bien,
amigos míos, esa narrativa oculta una trampa fundamental: la reducción de la
política a la mera gestión administrativa y la perpetuación de un statu
quo que beneficia única y exclusivamente a las élites.
Ya en la antigüedad, Platón
nos advertía sobre las consecuencias de la apatía política. En su célebre
obra La República, si bien criticaba a la democracia ateniense por
sus excesos y su susceptibilidad a la demagogia, también subrayaba la
responsabilidad de los ciudadanos. A él se le atribuye la sentencia que
versa: "Una de las penas por rehusarse a participar en política es
que terminarás siendo gobernado por tus inferiores" (Platón, La
República, Libro I, 347c). La ausencia de ciudadanos virtuosos en la vida
pública, para Platón, abre la puerta al ascenso de aquellos menos capacitados o
éticos, nada más cercano a lo que podemos observar en la actualidad, donde nos
encontramos con bestias analfabetas y bruscas ocupando ministerios, secretarías
y, en más de una ocasión, gobernaciones e incluso presidencias de la Nación.
Por su parte, Sheldon Wolin en
su obra fundamental Democracy Incorporated (2008), argumenta
que la democracia moderna ha evolucionado hacia un "totalitarismo
invertido". A diferencia de los totalitarismos clásicos basados en la
movilización masiva y la represión abierta, el totalitarismo invertido opera a
través de la despolitización de la ciudadanía y la integración del poder
corporativo en el Estado. En sus palabras, también sostiene que "las
grandes empresas dominan el Estado y moldean la política en interés propio,
mientras que la participación pública se limita a ritos electorales
cuidadosamente coreografiados" (Wolin, S., 2008, p. 25). En este
escenario, el acto de votar se convierte en una distracción, una coartada para
la inacción y la resignación frente a los problemas fundamentales, desviando la
atención de las verdaderas palancas del poder. Así, la apatía que Platón
lamentaba se ha transformado en una política educativa de despolitización
estructural cuyo único objetivo es mantener al ciudadano entretenido pero
políticamente inactivo.
La alternancia entre partidos
políticos de distintas ideologías ha sido una constante en el panorama político
occidental, muy valorada por los medios masivos de comunicación. Ahora bien,
los problemas estructurales que aquejan a nuestras sociedades, como la
creciente desigualdad económica, la atroz precarización laboral, el abandono de
los sistemas públicos de salud y educación y la corrupción endémica, persisten
y se intensifican, con la total anuencia de los gobiernos de turno.
Al respecto, en su obra Deshaciendo
el demos: La revolución silenciosa del neoliberalismo (2015), Wendy
Brown analiza cómo el neoliberalismo ha desmantelado la noción misma de
ciudadanía democrática, transformándola en una figura de "consumidor"
o "capital humano". La democracia, bajo esta lógica, se mercantiliza
y se subordina a los imperativos económicos de un puñado de empresas y de
funcionarios corruptos que no trabajan para usted, querido lector, sino para
ellos mismos. Brown incluso afirma que "la razón neoliberal no es
la forma de racionalidad económica entre otras, sino una forma de racionalidad
totalitaria (Brown, W., 2015, p. 17), indicando con ello que, al
pervertir los valores democráticos y reducir la vida a una lógica de mercado,
se anula la capacidad de los ciudadanos para incidir en las políticas públicas
de manera significativa. Las promesas de campaña se diluyen en la vorágine de
intereses corporativos y financieros que operan por encima de cualquier
voluntad popular expresada en las urnas. Asimismo, la despolitización inherente
a esta lógica no sólo perpetúa las desigualdades, sino que socava la soberanía
popular y la capacidad de los gobiernos para actuar en favor del bien común.
Complementariamente, bien
sabemos que la desilusión política no es un fenómeno reciente. La
burocratización creciente de los Estados modernos, por ejemplos, ya era una
preocupación central para Max Weber quien, en su ensayo titulado La
política como vocación (1919) describe la política moderna como un
campo dominado por la burocracia, donde los partidos políticos se transforman
en "máquinas" gestionadas por profesionales. Esta racionalización y
especialización de la política terminó conduciendo a una pérdida de la pasión y
el propósito original del bien común. En torno a esto, el mismo Weber nos
advierte sobre la naturaleza coercitiva y despersonalizada de las estructuras
de poder, señalando que "la burocracia es la forma más racional y
eficiente de dominación, pero también una 'jaula de hierro' donde el individuo
queda atrapado en una rutina racionalizada y deshumanizada" (Weber,
M. ,1919, Escritos políticos, p. 86). Estas advertencias de Weber,
junto a los análisis proporcionados por la Escuela de Frankfurt sobre la
industria cultural y la manipulación de las masas, han alertado sobre los
peligros de una democracia desprovista de sustancia, tal como hoy la podemos
vivenciar.
Sin embargo, la particularidad
de la decadencia política actual reside en la sofisticación de la ilusión. La
posibilidad de "cambiar" cada cierto tiempo, a través del voto,
ofrece una válvula de escape para la frustración social, evitando así rupturas
más profundas con el sistema. Se promete un futuro mejor, se señalan chivos
expiatorios y se manipulan las esperanzas de la ciudadanía, solo para que, una
vez en el poder, los nuevos "salvadores" sigan el guión
preestablecido por las fuerzas económicas y mediáticas que realmente ostentan
el poder. Esta dinámica convierte las elecciones en un mero espectáculo, un
circo que distrae a la ciudadanía de las agendas impuestas por los verdaderos
portadores del poder.
Consecuentemente, la
persistente creencia de que el voto es el instrumento supremo para un cambio
genuino, a pesar de la evidencia abrumadora de lo contrario, nos sumerge en un
ciclo perpetuo de esperanza y desilusión. La alternancia de gobierno no ha logrado
desmantelar las estructuras de poder que consolidan la desigualdad, precarizan
la vida y ponen en jaque el futuro de la gran mayoría de los habitantes de este
planeta. La política decadente no es sólo una simple disfunción, sino una
ilusión cuidadosamente construida que nos mantiene cautivos en un juego
predeterminado que nos separa mediante grietas ficticias que sólo le sirve a la
demagógica para mantener sus negocios, por izquierda y por derecha por igual.
En este panorama, la pregunta
fundamental ya no es "a quién votar", sino ¿cómo podemos desmantelar
las estructuras que perpetúan esta ilusión y recuperar la política como un
espacio de verdadera transformación? Si el voto, tal como se lo concibe hoy, no
es la herramienta para romper las cadenas, ¿qué formas de acción cívica y
comunitaria debemos construir para resistir la mercantilización de la vida y la
despolitización de la ciudadanía?
Además, frente a la desilusión
y la apatía, urge la siguiente reflexión: ¿Será que la decadencia política se
alimenta de la retirada de las mentes más sensatas y éticas de la arena
pública? Si, como intuía el gran Platón, la ausencia de los mejores en la
política condena a la sociedad a ser gobernada por los peores, entonces, ¿cuál
es nuestra responsabilidad individual y social para incentivar la participación
de aquellos ciudadanos con vocación de servicio, visión crítica y compromiso
genuino con el bien común? ¿Estamos dispuestos a ir más allá de la urna, a
enfrentar la incomodidad de la acción directa y la construcción de alternativas
por fuera de los circuitos de poder establecidos, o seguiremos atrapados en el
ciclo de la ilusión y la inacción? El despertar de esta ficción exige no sólo
una crítica aguda, sino también una profunda revalorización de la política como
esfera de acción transformadora, impulsada por la participación consciente y
sensata de todos, sí, todos, porque mientras uno cede a la desidia, los
delincuentes acceden al poder.
Lisandro Prieto Femenía