La efeméride del Día de la
Soberanía Nacional no debe leerse como una pieza de museo, sino como un espejo
incómodo para la política actual. Del coraje de Mansilla a la tibieza
diplomática reciente: por qué la batalla de 1845 marca el único camino posible
para recuperar Malvinas.
Por Román Reynoso
Cada 20 de noviembre, el
calendario argentino nos impone una pausa reflexiva que va mucho más allá del
reordenamiento de los feriados turísticos. Al conmemorar el Día de la
Soberanía Nacional, la memoria colectiva viaja obligadamente a 1845, a las
aguas del Río Paraná, donde se libró la épica Batalla de la Vuelta de
Obligado.
Sin embargo, reducir este
hecho a una postal escolar sería un error garrafal. Aquel enfrentamiento
desigual de la Confederación Argentina contra la coalición anglo-francesa —las
dos superpotencias militares de la época— sentó un precedente de jurisprudencia
y dignidad que hoy, casi dos siglos después, sigue siendo la columna vertebral
de nuestro reclamo por el Atlántico Sur y las Islas Malvinas.
El cerrojo estratégico en el
Nudo del Paraná
El casus belli que
detonó la agresión europea no fue un malentendido diplomático, sino una firme
decisión de Estado. El Brigadier General Juan Manuel de Rosas, a cargo
de las Relaciones Exteriores de la Confederación, trazó una línea roja: la
prohibición de navegar los ríos interiores (Paraná y Uruguay) a buques
extranjeros sin la debida fiscalización nacional. No era un capricho; era una
medida proteccionista para blindar las economías regionales frente al libre
comercio depredador que Londres y París pretendían imponer a cañonazos.
El escenario elegido por el
General Lucio Norberto Mansilla para frenar esta avanzada no fue
azaroso. En la Vuelta de Obligado, a unos 150 kilómetros de Buenos Aires, el
río se angosta y gira, obligando a las naves a reducir la marcha. Allí, con una
inferioridad tecnológica abismal, la estrategia criolla suplió la falta de
recursos con ingenio: tres gruesas cadenas cruzaron el cauce de costa a costa,
convirtiendo al río en una trinchera.
Ganar perdiendo: la paradoja
de Obligado
Desde una lectura puramente
militar, los invasores lograron cortar las cadenas y forzar el paso tras horas
de combate sangriento. Pero en la alta política, la victoria táctica europea
se transformó en un desastre estratégico. La resistencia fue tan feroz y el
costo económico y humano tan alto para la flota combinada, que la aventura
comercial se volvió inviable.
El impacto político fue
inmediato. La Confederación se abroqueló en una "entusiasta
unanimidad". Desde el exilio, el propio General José de San Martín,
quien no regalaba elogios, respaldó a Rosas y lo calificó como el
"defensor de la independencia americana".
Aquella batalla forzó a las
potencias a capitular en los papeles. A través de los tratados Arana-Southern
(1847) y Arana-Lepredour (1850), Gran Bretaña y Francia tuvieron que
reconocer lo que las cadenas habían gritado: que la navegación del Paraná era
un asunto interno de la Argentina. Fue, quizás, el triunfo diplomático más
rotundo del siglo XIX.
De las cadenas de hierro al
petróleo de Malvinas
Aquí radica el nudo de la
cuestión actual. El legado de Obligado no es historia antigua; es un manual de
instrucciones para el presente. El principio que se defendió en 1845 —el
control exclusivo sobre los activos geográficos frente a la presión hegemónica—
es exactamente el mismo que está en juego en la disputa por los recursos
hidrocarburíferos y pesqueros en torno a las Islas Malvinas.
La decisión unilateral del
Reino Unido de explorar y explotar recursos naturales en una zona de litigio
constituye un acto de provocación que reactiva la tensión histórica. Pero, a
diferencia de 1845, la defensa de nuestra soberanía en las últimas décadas ha
adolecido de una peligrosa "ambivalencia".
Es imperioso hacer
autocrítica. La política de Estado argentina ha tenido oscilaciones
lamentables, siendo el Acuerdo Petrolero de 1995 el ejemplo más crítico.
Aquella estrategia de "seducción" hacia los isleños, que permitió
discutir regalías, fue funcional a los intereses británicos de consolidar su
presencia sin discutir la soberanía de fondo.
Un mandato de coherencia
La gran lección de la Vuelta
de Obligado es que la soberanía no se negocia desde la sumisión, sino desde la
firmeza. El sacrificio de 1845 se capitalizó porque hubo una voluntad política
inquebrantable, respaldada por la unidad nacional.
Hoy, para obligar a la potencia ocupante a sentarse a negociar según la Resolución 2065 de la ONU, Argentina necesita recuperar esa consistencia estratégica. El 20 de noviembre nos recuerda que la autodeterminación exige un Estado robusto, capaz de traducir el espíritu de resistencia de un río estrecho a la inmensidad de nuestro Mar Argentino. Honrar a los caídos de Obligado no es solo izar una bandera; es no claudicar ante las nuevas cadenas, invisibles, pero igual de pesadas, que intentan condicionar nuestro futuro.
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