Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 96, a. 4.
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que resuena en bastantes medios de comunicación en estos días, a saber, la posibilidad de un tiranicidio como modo de resistencia a un régimen autoritario que, al parecer, no encuentra límites contundentes ni dentro ni fuera de su territorio. Bien sabemos que la historia de la humanidad está marcada por la constante lucha entre el poder y la justicia: en este contexto, la resistencia a los regímenes tiránicos se presenta como un derecho e incluso un deber moral que ha sido defendido por diversos filósofos a través de los siglos. Puntualmente, Santo Tomás de Aquino en su obra titulada "De Regno ad Regem Cypri" ("El Régimen de los príncipes"), nos proporciona un pensamiento que puede iluminar los desafíos enfrentados por pueblos sometidos a tiranías degeneradas, como es el caso de Venezuela en las últimas décadas.
Es preciso indicar que, para
Santo Tomás, la tiranía es el nivel máximo de corrupción del poder político:
mientras que el buen gobernante busca el bien común, el tirano gobierna pura y
exclusivamente para su propio beneficio, a expensas del bienestar de toda la
comunidad. En el caso puntual de Venezuela, esta definición parece ajustarse a
un régimen que, lejos de proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos,
ha sumergido al país en una crisis política, jurídica, económica y humanitaria
jamás vista en territorios hispanoamericanos.
«El rey es llamado así porque
rige con justicia el pueblo; pero si degenera en tirano y oprime con violencia
a sus súbditos, deja de ser rey» (De
Regno, I, 6).
Ahora bien, es interesante
analizar el asunto de la legitimidad de la resistencia, sobre todo cuando Santo
Tomás no sólo identifica la naturaleza de la tiranía, sino que también aborda
la necesidad de defenderse de la opresión crónica sistematizada. Según su
pensamiento, los ciudadanos tienen el derecho a resistir a un tirano cuanto
éste vulnera gravemente el orden moral y social de manera casi irreparable. En
el territorio bolivariano, las manifestaciones populares, los intentos de
organizar un gobierno paralelo y el centenar de denuncias internacionales
contra las violaciones de los derechos humanos pueden interpretarse como
expresiones de esta resistencia legítima, aunque a la luz de los hechos, han
sido insuficientes. Lo interesante de la tradición tomista, en este caso
puntual, es que podamos interpretar las acciones precitadas, y otras tantas que
aún no se han llevado a cabo, no sólo como un derecho del pueblo, sino como un
deber moral para preservar la dignidad humana y el bien común.
«Es lícito a un pueblo
levantarse contra un tirano si la opresión es tal que no queda otra vía para
restaurar el bien común» (De Regno, I, 8).
Por su parte, el jesuita
español Juan de Mariana desarrolló una postura más radical que Santo Tomás
respecto al tiranicidio en su obra "De rege et regis institutione"
("Sobre el rey y la institución real", 1599). Mariana justificaba la
eliminación del tirano, incluso mediante el asesinato, si éste atentaba
gravemente contra el bien común y no existían otros medios para deponerlo
puesto que el poder del rey deriva de un pacto con el pueblo, y si el
gobernante rompe dicho pacto, se convierte en tirano y pierde su legitimidad,
habilitando así al pueblo a actuar en defensa propia. Desde esta perspectiva,
el derecho de resistencia incluye la posibilidad de tiranicidio, aunque Mariana
establece condiciones para justificarlo: debe ser llevado a cabo por el bien común
y no por la venganza personal, es decir, como un acto que apunte a garantizar
la restauración del orden político para evitar un caos mayor.
"Si un príncipe oprime al
pueblo con violencia, saquea sus bienes, viola a sus mujeres, y lleva a cabo
actos semejantes que no deben ser tolerados por los hombres libres, puede ser
depuesto de cualquier modo, incluso mediante el hierro" (Mariana,
J. (1599). De rege et regis institutione. Toledo: Pedro Rodríguez).
Asimismo, otro destacado
teólogo jesuita llamado Francisco Suárez, abordó este asunto en su obra
titulada "Defensio fidei catholicae" (1613), inclinándose por un
enfoque más moderado que Mariana y enfatizando la resistencia organizada y
legítima frente a la opresión tiránica. Siguiendo a Santo Tomás, afirmó que el
poder político procede de Dios, pero se transmite al gobernante a través del
pueblo: si un gobernante abusa de su autoridad, el pueblo tiene derecho a
deponerlo.
"El poder reside,
en última instancia, en la comunidad, que puede retirar su autoridad al tirano
que viola gravemente el derecho natural y divino" (Suárez,
F. (1613). Defensio fidei catholicae. Coimbra: Tipografía del Colegio de Artes).
Sí, para Suárez también es
legítimo el tiranicidio, pero sólo cuando se trate de un acto colectivo
respaldado por una autoridad superior, como un parlamento, un consejo o la
Iglesia, y no por un grupo específico o un individuo aislado. En este sentido,
este enfoque se distingue de la postura más permisiva de Mariana, en tanto que
Suárez enfatiza que el objetivo de la resistencia al tirano debe ser la
restauración de la justicia y del bien común, evitando acciones precipitadas
que generan más daños que beneficios.
Evidentemente, la evolución
del pensamiento escolástico sobre el tiranicidio muestra una tensión constante
entre la obediencia al poder establecido y la defensa del bien común. Desde la
moderación de Santo Tomás hasta la radicalidad de Mariana y la perspectiva
organizada de Suárez, se observa un claro esfuerzo por reconciliar los
principios éticos cristianos con las exigencias prácticas de la justicia
política.
En la modernidad, el
pensamiento de John Locke ofrece una reinterpretación del derecho a resistir la
tiranía, basándose en los principios del contrato social. Para Locke, el poder
político no es un mandato divino irrevocable, sino un acuerdo entre los ciudadanos
y el gobierno que deriva de su consentimiento. Cuando el soberano viola los
derechos naturales de los individuos, como la vida, la libertad y la propiedad,
este contrato se rompe, devolviendo al pueblo el derecho a resistir.
Ahora bien, Locke no se limita
a justificar el tiranicidio como un acto aislado, sino que lo enmarca en una
respuesta colectiva contra la arbitrariedad y el despotismo. En este sentido,
son cruciales sus palabras en el "Segundo tratado sobre el gobierno
civil" (1690), cuando sostiene que "el poder político se
confiere para la preservación, y no para la destrucción, de las propiedades de
los hombres; si un gobernante se comporta de manera tiránica, coloca a la
sociedad en un estado de guerra contra sí mismo" (Locke,
1690/1988, p. 77). Esta concepción articula claramente una visión moderna de la
resistencia como un deber del pueblo frente a la opresión, destacando la
legitimidad moral de actuar en defensa del bien común.
Paralelamente, Jean-Jacques
Rousseau introduce un enfoque aún más radical respecto del derecho del pueblo
frente a la tiranía, poniendo el foco sobre la soberanía popular como fuente de
toda autoridad legítima. En "El contrato social", Rousseau sostiene
que el soberano que traiciona dicha voluntad general se convierte en un
usurpador y, por ende, pierde toda legitimidad. A diferencia de Locke, quien
admite mecanismos institucionales para resolver conflictos, Rousseau abre la
puerta a una resistencia más directa y activa, reflejando una postura de
transición hacia una filosofía política más centrada en el protagonismo
colectivo, donde la eliminación del tirano se presenta como una restauración de
la soberanía.
"Cuando un rey
usurpa el poder, ya no es rey, sino un miembro de la sociedad en rebeldía.
Puede ser tratado como cualquier ciudadano que haya violado el pacto
social" (Rousseau, 1762/2007, p. 65).
Situándonos en el siglo XXI,
Hannah Arendt ofrece una perspectiva contemporánea sobre la resistencia al
poder tiránico, destacando el papel de la acción colectiva y el juicio moral.
En su obra "Los orígenes del totalitarismo", analiza cómo los regímenes
totalitarios, a diferencia de las tiranías clásicas, despersonalizan el mal,
convirtiéndose en un sistema burocrático. En este contexto, la resistencia se
plantea no sólo como una reacción al abuso de poder, sino como un acto de
afirmación ética frente a la deshumanización, al indicar que "la
tiranía busca destruir la capacidad de actuar juntos". Resistir no es
simplemente oponerse, sino restaurar la dignidad humana a través de la acción
concentrada".
Por último, un autor de
nuestros días como Slavoj Žižek, nos introducirá a una lectura crítica del
tiranicidio en nuestro contexto postmoderno, cuestionando si las acciones
individuales contra las figuras tiránicas realmente transforman las estructuras
de poder subyacentes. En su texto "Violencia: Seis reflexiones
marginales", Žižek sostiene que "la violencia contra el tirano es
la máscara que oculta la inercia colectiva. Derrocar a un tirano no destruye el
sistema que lo produjo" (Žižek, 2008, p. 55), indicando con ello
la urgente necesidad de reflexionar sobre la dimensión sistémica de la tiranía,
señalando que la resistencia debe trascender al acto físico para abordar las
condiciones estructurales que permiten el surgimiento de figuras despóticas.
Pues bien, amigos míos, la
posibilidad, tan pregonada en los medios, de un tiranicidio en el contexto del
régimen chavista en Venezuela plantea un desafío complejo en pleno siglo XXI,
donde las acciones individuales, por radicales que sean, no bastan para
enfrentar un aparato estatal profundamente consolidado en la represión y el
control.
Durante 26 años, el chavismo
ha moldeado una estructura de poder que combina la fuerza bruta con la
manipulación simbólica, fomentando la dependencia económica y emocional del
pueblo hacia el Estado, comandado por delincuentes y degenerados. En este escenario,
el tiranicidio puede parecer, para algunos, un acto de justicia contra una
figura que encarna la opresión, pero no necesariamente la solución para
desmontar el entramado político que sostuvo al régimen hasta hoy.
La historia del chavismo ha
estado marcada por la erosión permanente de las instituciones
democráticas y la fragmentación de la voluntad popular. Este último aspecto es
particularmente significativo porque el miedo, la pobreza estructural y el exilio
masivo han debilitado la capacidad del pueblo para actuar con eficacia de
manera colectiva. Como señaló Arendt, "la tiranía busca aislar a
los individuos, disolver los lazos de solidaridad y destruir la confianza
mutua" (Los orígenes del totalitarismo, 1951/1973,
p. 124). Queda claro que en Venezuela, esta estrategia ha resultado efectiva,
dejando a una sociedad atomizada que, aunque consciente de su sufrimiento,
parece incapaz de liberarse de la narco-dictadura, cada vez más envalentonada.
Además, como sostenía Žižek,
eliminar al degenerado de Maduro no garantiza que el sistema político se
transforme mágicamente. El régimen no se sostiene por una única figura, sino
por un complejo entramado de intereses militares, económicos y geopolíticos que
trascienden al líder patético. Esta reflexión sugiere que el tiranicidio, si
bien podría encender una chispa de esperanza, corre el riesgo de ser una
solución momentánea que deje intacta la maquinaria del régimen.
En última instancia, la
reflexión sobre el tiranicidio en Venezuela no puede desvincularse de la
cuestión más amplia de la voluntad popular y la dignidad colectiva. La
recuperación de la libertad no depende exclusivamente de los actos heroicos
individuales, sino de un renacimiento político que pueda restituir la confianza
en la acción conjunta, ya que el verdadero desafío no radica sólo en eliminar
al parásito opresor, sino en despertar en la ciudadanía la convicción de que su
destino está en sus propias manos.
"El pueblo que
quiere ser libre será libre; no importa cuán fuerte sea el tirano, si la
voluntad del pueblo es una, no hay poder que lo detenga" (Rousseau, El
contrato social, 1762/2007, p. 88).
La lucha por la libertad en
Venezuela requiere, por tanto, no sólo de actos simbólicos y materiales de
resistencia, sino de un proyecto de transformación cultural que rompa el ciclo
del sometimiento. La posibilidad de eliminar al dictador que habla con pajaritos,
aunque moralmente debatible y pragmáticamente limitada, debe inscribirse en un
horizonte más amplio de restauración democrática, construcción de solidaridad y
fortalecimiento de la voluntad popular. Sólo entonces, el pueblo venezolano
podrá superar los miedos que lo tienen paralizado y reconstruir el país sobre
la base de la justicia, la dignidad y la esperanza.