El objetivo de los modernos es la seguridad de sus goces privados;
y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones de estos mismos goces"
Benjamin Constant
Hace poco tiempo, un gran
filósofo y amigo de mis tierras, compartió conmigo un de Jean-Claude Michéa,
titulado "El imperio del mal menor" (2007), en el cual se desarrolla
una interpretación bastante interesante del "mal menor" como criterio
político y ético dominante en la mayoría de las democracias occidentales
contemporáneas. En una primera aproximación, se propone como una estrategia
para evitar grandes calamidades, pero este enfoque prioriza decisiones que,
aunque imperfectas, son consideradas menos perjudiciales que las alternativas
disponibles. La obra precitada ofrece una profunda crítica a este principio,
destacando cómo se ha convertido en el pilar de un liberalismo que ha decidido
renunciar a los valores trascendentes en favor de una racionalidad meramente
utilitarista y pragmática, motivo por el cual consideramos que es valioso
realizar, sobre todo en estos días, el análisis pertinente del "mal
menor", contrastándolo con las implicaciones para la política real y la
ética devastada.
Antes de desarrollar en
profundidad la crítica que se propone, debemos tener en cuenta que para Michéa,
el "mal menor" es la expresión de un liberalismo político y económico
que busca mantener la estabilidad social mediante la renuncia a grandes ideales
colectivos. Nuestro autor argumenta que este principio es un reflejo de la
lógica de una modernidad que privilegia el progreso técnico y el consumo
individual sobre la construcción de un bien común. En este contexto, entonces,
el "mal menor" actúa como una coartada moral para justificar
políticas que apuntan directamente a perpetuar desigualdades estructurales y un
vacío ético en la esfera pública.
Complementariamente, desde la
perspectiva del autor de referencia, se sostiene que el enfoque individualista
y moralmente simplista del "mal menor" erosiona los lazos
comunitarios, al sustituir valores compartidos por una ética minimalista basada
en la tolerancia y un contrato social cada vez más atomizado. Ahora bien, cabe
preguntarse hasta dónde nos ha llevado esta forma de existir, en tanto que esta
obsesión por evitar "mayores males" conduce a toda velocidad a
sociedades en las que las decisiones se toman en función de cálculos
utilitarios, sacrificando así cualquier aspiración de justicias verdadera o
transformación social radical.
Procedamos ahora a intentar
comprender lo precedentemente enunciado mediante algunos ejemplos puntuales. En
primer lugar, tengamos en cuenta las llamadas "políticas de austeridad
económica" en cuanto cómo los gobiernos, en nombre del "mal menor",
implementan dichas directrices que perjudican directamente a las clases
trabajadoras para evitar supuestas crisis económicas mayores, como la
hiperinflación o el colapso financiero. Estas decisiones, aunque presentadas
como inevitables para "salvarnos", consolidan un sistema económico
que prioriza los intereses del capital financiero sobre las necesidades de las
personas, perpetuando desigualdades estructurales que, paradójicamente, son
aplaudidas incluso por quienes las sufren.
Otro ejemplo que puede
servirnos para comprender este asunto es el desarrollo de las intervenciones
militares. En este caso, el "mal menor" también se utiliza para
justificar la invasión militar en nombre de una supuesta estabilidad global: lo
que vimos en Irak o Afganistán fueron presentadas como acciones
"necesarias" para evitar amenazas mayores, como el terrorismo o la
proliferación de armas de destrucción masiva (que por cierto, nunca
aparecieron). Pues bien, amigos míos, Michéa en este sentido sostendría que
estas acciones no sólo fallan en resolver las causas subyacentes de los
conflictos, sino que generan nuevas formas de violencia y desestabilización.
También, podríamos considerar
brevemente la tolerancia minimalista que se desarrolla en la esfera de "lo
público". Michéa señala que el énfasis en un ética basada en la tolerancia
mínima, como evitar la discriminación explícita, ha reemplazado la construcción
de valores compartidos más profundos. Por ejemplo, en el ámbito educativo, los
programas de inclusión se limitan a medidas superficiales, como la
representación simbólica, en lugar de abordar con seriedad las desigualdades
estructurales que perpetúan la exclusión social.
Hay más, créame querido amigo
lector, mucho más. Otro ejemplo, tan cruel como evidente, es el que podemos
apreciar en la desregulación total de los mercados laborales. En este aspecto
puntual, nuestro autor critica cómo los gobiernos optan por flexibilizar las
regulaciones laborales en nombre de evitar el desempleo masivo: estas
políticas, vistas como el "mal menor", a menudo precarizan el trabajo
y aumentan la inseguridad económica, perpetuando un sistema que prioriza las
ganancias empresariales sobre el bienestar de los trabajadores.
Finalizando con los ejemplos
prácticos, no podemos olvidar lo que sucede con las elecciones políticas. En
este contexto, "el mal menor" se manifiesta claramente en los
sistemas democráticos, donde los votantes se ven obligados a elegir entre candidatos
que representan opciones insatisfactorias. Tal es el caso de las elecciones en
países occidentales en los que a menudo enfrentan a partidos políticos
tradicionales que, aunque diferentes en sus enfoques, comparten una adhesión
común a las políticas neoliberales por las cuales ambos se derriten en su
deseo. Ésto, según Michéa, no hace otra cosa que perpetuar una política que
evita rupturas reales con el status quo sobre el cual tantos pregonan querer
cambiarlo mientras que, por detrás, no hacen más que profundizarlo.
Procedamos ahora a plantear
las críticas al principio del "mal menor" de Michéa, que encuentra
ecos en pensadores como Christopher Lasch, quien, en su obra "La rebelión
de las élites", denuncia cómo las élites liberales han reducido la
política a una gestión técnica, desvinculada de las necesidades reales de los
pueblos. Ambos autores coinciden en que esta lógica tecnocrática desactiva
cualquier atisbo de impulso democrático genuino, al reducir el horizonte
político a la elección entre alternativas igualmente insatisfactorias.
Sobre ésto último también
tenemos que considerar lo ocurrido con el manejo de la crisis financiera del
año 2008, en la que los gobiernos de las principales economías mundiales
optaron por rescatar a los bancos y corporaciones con fondos públicos, justificando
así estas medidas como un "mal menor" para evitar el colapso del
sistema financiero global. Sin embargo, esta decisión ignoró por completo, y de
manera intencional, las necesidades reales de las comunidades afectadas por las
ejecuciones hipotecarias, el desempleo masivo y las políticas de austeridad,
reforzando la desconexión entre las élites económicas y la ciudadanía.
Otro claro ejemplo de
desconexión lo podemos ver en el ámbito de la discusión por el cambio
climático, ante el cual las élites globales han adoptado compromisos mínimos,
como los Acuerdos de París, presentándose como el "mal menor" frente
a la inacción total. No obstante, estas políticas suelen carecer de medidas
concretas y efectivas para abordar las causas profundas de la crisis, dejando a
las comunidades más pobres en situaciones de mayor riesgo mientras se protege
el status quo de las grandes industrias contaminantes.
Ni hablar de lo ocurrido con
la gestión de la pandemia de COVID-19. Durante la pandemia, muchos gobiernos
optaron por priorizar la reapertura económica frente a la protección de la
salud pública, argumentando que un colapso económico sería un "mal mayor".
Este enfoque tecnocrático y asesino, que desactivó debates democráticos sobre
las alternativas posibles, ignoró las necesidades específicas de los sectores
más vulnerables, como los trabajadores considerados esenciales o las personas
sin el acceso adecuado a una atención médica digna y de calidad.
También, y por último en este
aspecto particular, debemos tener en cuenta que la lógica del "mal
menor" se observa en la creciente privatización de los servicios
esenciales como la educación y la salud, presentada como una solución
pragmática frente a la ineficiencia estatal. Sin embargo, estas decisiones han
logrado la exclusión explícita de las comunidades más carenciadas, consolidando
así una gestión técnica de la política que prioriza la eficiencia económica
sobre el bienestar común.
Por su parte, el filósofo
Slavoj Žižek, desde obras como "En defensa de las causas perdidas"
(2008) acompaña a este enfoque, puesto que señala que el principio del
"mal menor" puede convertirse en una trampa ideológica: en lugar de
cuestionar las raíces de los problemas sociales, esta perspectiva liberal
perpetúa el sistema de desprotección social al legitimar decisiones que nunca
desafían las estructuras de poder existente. Tengamos en cuenta que para este
autor, aceptar el "mal menor" equivale a renunciar a la posibilidad
de un cambio real, puesto que así se neutraliza la capacidad crítica de los
ciudadanos, los cuales, bastante flojos de papeles en cuanto a la formación
reflexiva, terminan aplaudiendo las estructuras que los aplastan.
En la obra precitada de Žižek,
argumenta que aceptar soluciones de compromiso, como las decisiones basadas en
el "mal menor", impide la posibilidad de la gestación de cambios
reales en las estructuras de poder. Al enfocarse únicamente en lo que es
políticamente factible dentro del marco existente, se perpetúa una especie de
cinismo colectivo donde las opciones transformadoras se descartan como
utópicas, delirantes o inviables.
Previamente, en su obra
titulada "El sublime objeto de la ideología" (1989) , Žižek explica
cómo el discurso político tecnocrático opera al naturalizar las desigualdades y
presentar las condiciones existentes como las únicas posibles. Desde esa
perspectiva, el "mal menor" sería una herramienta ideológica que se
encarga de impedir a los ciudadanos imaginar o luchar por un orden alternativo.
En definitiva, Žižek nos sugiere que este enfoque es una estrategia que sirve a
las élites para mantener intacto el statu quo, ya que canaliza el descontento
hacia elecciones superficiales en lugar de cuestionar las bases estructurales
del sistema. Y así nos va...
Frente a las críticas al
"mal menor" recién expresadas, tenemos también autores como John
Rawls y Jürgen Habermas, que defienden la viabilidad de un liberalismo basado
en principios normativos sólidos. Rawls, con su teoría de la justicia como equidad,
propuso un modelo en el que las instituciones deben garantizar derechos
fundamentales y un mínimo de igualdad, evitando la necesidad de recurrir al
cálculo utilitario. Por su parte, Habermas abogó por un liberalismo
deliberativo, donde el diálogo racional permitiría construir consensos éticos
que trasciendan la lógica del "mal menor".
Si bien estos enfoques ofrecen
una perspectiva alternativa, en la que el liberalismo no se limita a gestionar
crisis, sino que busca fortalecer las bases normativas de la convivencia
democrática. Sin embargo, Michéa cuestiona si éstas teorías pueden aplicarse en
un contexto dominado por la lógica mercantil, la devastación ética y moral y la
fragmentación social actual. En fin, queridos amigos, el principio del
"mal menor" refleja las tensiones inherentes a las democracias
posmodernas, atrapadas en la necesidad de evitar el caos (para las élites) y el
anhelo de una justicia transformadora.
La crítica de Michéa nos invita a reflexionar sobre los límites de un enfoque político que renuncia a grandes ideales en nombre de una estabilidad ficticia en la cual participamos muy pocos ciudadanos. Rechazar la lógica del "mal menor" no implica optar por el caos, sino recuperar la capacidad de pensar e imaginar alternativas que sean realmente más justas y solidarias puesto que sólo así será posible reconstruir una política que, en lugar de resignarse a lo menos malo, se atreva a perseguir lo verdaderamente bueno.