"Una sociedad no puede ser completamente 'sitiada' sin destruirse a sí misma. La solución no es aislarse de los demás, sino buscar maneras de integrar el bienestar colectivo como un imperativo ético y social."
Bauman, Z. (2002). La sociedad sitiada
Hoy quiero invitarlos a
reflexionar sobre ese oscuro resentimiento que emerge de la comparación
permanente con los otros, que ha sido un tema recurrente tanto para la
filosofía, la teología, la psicología e incluso la sociología, a saber, la
envidia. Identificada desde la antigüedad como un vicio corrosivo, la envidia
no solo se encarga de minar las posibilidades de la felicidad individual
auténtica, sino que también socava las bases de la convivencia ética y social.
La idea de hoy es que podamos pensar sobre el por qué de la envidia en tanto un
modo de vida penoso y decadente, a los fines prácticos de resaltar la
importancia de la superación de esta emoción mezquina en pro de una vida
moralmente digna y humanamente plena.
Como siempre sostenemos, nada
viene de la nada, motivo por el cual no podemos obviar que en la tradición
judeocristiana, la envidia es uno de los siete pecados capitales más
reprobables. Santo Tomás de Aquino llega a definirla como la "tristeza por
el bien del prójimo" (Summa Theologiae, II-II, q. 36), indicando con ello
su carácter preponderantemente destructivo en tanto que no sólo daña al
individuo que la experimenta, sino que también atenta contra la comunidad al
instaurar un modo de vida social individualista y mala leche, naturalizado por
doquier por una ética asquerosamente mezquina que se sustenta en el lema
"te quiero ver bien, pero nunca mejor que yo".
Complementariamente, esta
conceptualización teológica puede enriquecerse con perspectivas filosóficas
como, por ejemplo, la de Nietzsche, quien en su "Genealogía de la
moral" sostiene que la envidia puede adoptar formas de resentimiento en
sociedades débiles que no buscan superar sus propias limitaciones, sino que
pretenden rebajar a aquellos que consideran superiores. Esta actitud, para éste
autor, se trata de una clara renuncia a la vida auténtica y a la afirmación de
uno mismo: "necesito que te vaya mal para que no se note lo mediocre que
soy", sería su traducción al criollo.
Asimismo, desde una
perspectiva existencialista, podríamos indicar que se trata de un modo de
alienación. Al respecto, Sartre explica, en su obra "El ser y la
nada", que vivir en función de la mirada del otro nos condena a una estado
de "mala fe": envidiar lo que el otro tiene es, en última instancia,
una negación de nuestra propia libertad y capacidad de crear sentido. Desde
este enfoque, queda claro que la vida del envidioso se encuentra vacía de
proyecto personal puesto que su existencia gira, tristemente, en torno a lo que
carece, a lo que no puede ser y a la frustración que les causa que para otros,
sí sea. Tampoco podemos olvidar al gran Aristóteles, quien también advirtió
sobre este sentimiento en su "Ética a Nicómaco", clasificándolo como
una pasión que no contribuye en absoluto a la virtud, sino al vicio decadente.
Tengamos en cuenta que para este filósofo, la virtud de la magnanimidad, en
cambio, consiste en alegrarse del éxito ajeno y desear el bien común, una
postura que enriquece tanto al individuo como a la sociedad en general.
En términos estrictamente
sociales, la envidia no hace otra cosa que perpetuar dinámicas de desigualdad,
inequidad, injusticias y conflictos. Sobre esto en particular, Slavoj Žižek
reflexionó en sus análisis exhaustivos sobre el capitalismo, señalando que la
cultura contemporánea exacerba la envidia al fomentar una competencia desmedida
y pornográficamente exhibicionista. Junto con este aporte, recordemos el
concepto de "sociedad del espectáculo" de Guy Debord, quien
acertadamente sostenía que esa forma de vida convierte la felicidad y el éxito
ajenos en objetos de consumo visual que, paradójicamente, generan frustración,
resentimiento y odio por aquellos ciudadanos que andan flojos de papeles
morales y éticos.
Consecuentemente, desde una
perspectiva política, la envidia es un peligro porque puede convertirse en una
herramienta de manipulación. Recordemos también el aporte de George Orwell en
su "Rebelión en la granja", donde muestra cómo los líderes autoritarios
explotan el resentimiento de las masas ignorantes y violentas hacia los más
afortunados para consolidar su poder. En este sentido, la envidia no es
solamente un sentimiento corrosivo per se, sino un arma de control social al
servicio del tirano mediocre de turno. Frente a esta oscura emoción, y las
consecuencias que hemos intentado ilustrar lo más sintéticamente posible,
Baruch Spinoza en su "Ética" propone superar los efectos negativos a
través de la razón: la envidia es irracional, porque implica desear el mal
ajeno, algo que no puede contribuir a nuestro propio bienestar. Por el
contrario, la alegría y el amor hacia el otro generan una expansión del ser y
una armonía con la naturaleza misma de nuestra existencia.
Lejos de ser una suma cero, el
éxito de los demás y el propio pueden, y deben, contribuir al progreso
colectivo. La envidia surge, justamente y en gran medida, de la percepción
errónea de que el bienestar es un recurso limitado y que el éxito de otros se
logra a expensas del nuestro. Sin embargo, tanto la filosofía como el análisis
social crítico y económico desmienten esta noción, mostrando que una sociedad
prospera cuando más individuos alcanzan sus metas y se convierten en agentes
activos del desarrollo. En términos filosóficos, John Rawls, en su "Teoría
de la justicia", sostiene que una sociedad justa es aquella en la que las
instituciones están diseñadas para beneficiar a todos, especialmente a los
menos favorecidos: este principio implica que el éxito de unos no debe
construirse a partir de la explotación o el sacrificio de otros, sino que debe
contribuir al fortalecimiento del tejido social. En este sentido, el progreso
individual tiene un carácter relacional: la mejora de una persona puede crear
condiciones que favorezcan la mejora de otras.
Desde un punto de vista
económico, Amartya Sen sostiene, en su obra titulada "Desarrollo como
libertad", que el desarrollo no debe medirse en términos de riqueza
acumulada, sino en la expansión de las capacidades humanas. Desde esta
perspectiva, cuando los individuos prosperan, no sólo aumentan sus propias
posibilidades, sino que también generan un gran impacto en su entorno, ya sea a
través del empleo que crean, las ideas que promueven o los recursos que se
comparten. Evidentemente, la interdependencia en ese modelo, es clave. En una
sociedad donde más personas logran un éxito genuino, se generan redes de
cooperación que fortalecen la estabilidad y la resiliencia colectiva. Esto es
evidente en el aspecto educativo: un sistema que fomenta el aprendizaje de
calidad para todos, no sólo beneficia a los estudiantes en curso, sino que
produce ciudadanos más críticos y productivo, lo cual fortalece la democracia y
la economía.
Llegando a este punto, es
preciso reflexionar sobre la falacia del éxito que se realiza en detrimento del
otro: el pensamiento de que unos solo pueden triunfar a costa de otros,
proviene en parte, de ideologías de la escasez. Thomas Hobbes, en su obra monumental
titulada "El Leviatán", describe al ser humano como un animal
intrínsecamente competitivo, en una lucha constante por los recursos limitados:
sin embargo, esta perspectiva individualista se contrapone a visiones más
colaborativas. Un ejemplo de ellas proviene de Adam Smith, quien en su obra
"La riqueza de las naciones", sostiene que el bienestar general surge
cuando los individuos persiguen su propio interés de manera ética,
contribuyendo involuntariamente al bienestar de la sociedad: para esta
perspectiva, el éxito personal, lejos de ser perjudicial, puede generar riqueza
compartida si de encuadra dentro de principios jurídicos, morales y sociales.
Por último, queridos lectores,
es crucial reconocer que el éxito y la felicidad ajenos no deben perturbarnos,
sino más bien alegrarnos porque, como indica Martin Buber, la verdadera
relación "Yo-Tú" implica reconocer en el otro su plenitud y celebrar
su existencia. Sólo así es posible que podamos construir una sociedad basada en
el respeto, la solidaridad y la admiración mutua. Celebrar el éxito ajeno no
sólo es un asunto ético, sino que también se trata de un acto profundamente
racional: reconocer que el bienestar de otros suma al bienestar colectivo nos
libera de la prisión de la envidia y nos permite participar activamente en la
construcción de una sociedad más justa y solidaria. Al intentarlo, o al
hacerlo, no sólo contribuimos a nuestra propia felicidad, sino también a la de
todos aquellos que nos rodean.
Está claro que vivir con la
angustia de la comparación constante es vivir encadenado a una de las más
penosas ilusiones: la envidia es, en el fondo, un grito de impotencia ante
nuestra incapacidad de aceptar y transformar nuestra propia realidad, con la cual,
el envidioso evidentemente no es feliz. Superarla no sólo es un acto de
sabiduría filosófica, sino un paso necesario hacia una vida moralmente digna y
humanamente enriquecedora para todos. En este mundo, donde el éxito ajeno se
exhibe en los anaqueles de las redes sociales constantemente, es más urgente
que nunca recordarnos que la felicidad no se construye a partir de lo que le
falta al otro, sino de lo que podemos
aportar desde nuestra singularidad y recién ahí, y sólo ahí, podremos
liberarnos del peso de la envidia y abrazar la auténtica alegría de vivir (sin
joder a nadie, mientras tanto).