"La verdad es el todo. El todo, empero, es solo la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo Absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que solo al final es lo que es en verdad; y en ello justamente estriba su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo."
G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Prefacio
Hoy quiero invitarlos a
reflexionar sobre la encrucijada en la que se encuentra el pensamiento
contemporáneo occidental, en la cual se libra una batalla que ya no es
silenciosa y es decisiva entre dos paradigmas que moldean nuestra comprensión
del mundo: la racionalidad moderna, con sus cimientos en la Ilustración y su
apoteosis en el idealismo hegeliano, y la patética deconstrucción posmoderna,
que ha declarado la muerte del sujeto, del metarrelato y, en última instancia,
de la propia verdad. Este contraste no es meramente académico, puesto que
define nuestra capacidad para construir sentido, articular proyectos colectivos
y, en definitiva, ejercer una existencia auténtica en un mundo cada vez más
fragmentado.
Recordemos por un instante que
la modernidad, en su afán de emancipación, apostó por la razón como faro y
brújula. En este trayecto, la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel
aparece como la culminación más ambiciosa del precitado mega proyecto. Para él,
la historia no es un caos sin rumbo, sino un despliegue dialéctico de la Razón
(sí, con mayúsculas), el Espíritu (sí, también, con mayúsculas) que se
autoconoce y se realiza a través de las contradicciones. Su sistema representa
una apuesta audaz por la coherencia y la totalidad, donde cada contradicción
(tesis y antítesis) es superada en una síntesis que eleva el conocimiento y la
libertad a un nivel superior. Seguramente, muchos de ustedes habrán escuchado
alguna vez esta máxima: "Lo racional es real y lo real es
racional" Hegel, G. W. F. (2004). Filosofía del Derecho.
Trad. A. Toledo, B. Navarro, y C. Ruiz. México: Editorial Porrúa, p. 19). Pues
bien, esta afirmación, a menudo malinterpretada y reacondicionada como una
justificación del statu quo, en realidad pone el foco sobre la
convicción de que la realidad posee una estructura inteligible y que la razón
tiene la capacidad de aprehenderla y transformarla.
Para comprender la magnitud de
la apuesta hegeliana, es crucial desentrañar su célebre concepto de dialéctica.
Lejos de ser una fórmula abstracta, la dialéctica es el motor mismo del
progreso y el conocimiento. Imagínense una conversación, no entre dos personas,
sino entre ideas o estados de cosas. Comienza con una afirmación, una tesis
(por ejemplo, la idea de la libertad individual sin restricciones). Esta tesis
inevitablemente genera su opuesto, su contradicción o antítesis (la necesidad
de orden social y límites para la convivencia pacífica). De la confrontación
entre estas dos fuerzas, surge una nueva comprensión, una síntesis, que no
anula a las anteriores, sino que las integra y las eleva a un nivel superior
(una libertad que se realiza dentro de un marco de leyes y normas sociales).
Este proceso no se detiene; la síntesis se convierte a su vez en una nueva
tesis, impulsando un ciclo continuo de desarrollo y perfeccionamiento.
Pero, ¿dónde entra la
comunidad en esta danza de la razón? Para Hegel, la dialéctica no opera en el
vacío de la mente individual. La verdadera realización de la razón, y por ende,
de la libertad, se produce en el seno de la vida social y política. La comunidad,
el Estado, las instituciones, no son meros agregados de individuos, sino la
materialización de la eticidad (lo que él llama Sittlichkeit), y
representan el lugar donde las tensiones entre libertad individual y las
exigencias universales se reconcilian. Es en la interacción con los otros, en
las normas y costumbres compartidas, en las leyes que la propia comunidad se da
a sí misma, donde el individuo se reconoce plenamente y alcanza una libertad
concreta, no meramente abstracta. En pocas palabras, la razón se encarna y se
despliega históricamente a través de las formas de la vida colectiva.
Consecuentemente, la libertad no es simplemente la ausencia de coacción
externa, sino la capacidad de actuar conforme a una voluntad racional que se ha
formado y se ejerce dentro de un entramado social.
Este "optimismo
racionalista", sin embargo, chocó de frente con las catástrofes del siglo
XX y la emergencia de las corrientes filosóficas posmodernas, diletantes,
pedantes y ociosas a la hora de pensar. La deconstrucción, especialmente en la
obra de Jacques Derrida, no sólo cuestionó los grandes relatos, sino que
intentó desmantelar la noción misma de fundamento, origen y presencia. Al
declarar que "no hay nada fuera del texto" (Derrida,
J. (1998). De la gramatología. Trad. Óscar del Barco. México: Siglo
XXI, p. 203), pretendió disolver la posibilidad de una realidad externa a las
interpretaciones y los lenguajes, llevando al extremo la sospecha sobre
cualquier intento de totalización o verdad universal. En este marco, la
dialéctica hegeliana, con su demanda de síntesis y superación, fue vista por
estos charlatanes como una forma de totalitarismo intelectual, una
"violencia" sobre la diferencia y la multiplicidad.
Sin embargo, la crítica posmo
progre, en su radicalidad, ha generado una decadencia de la participación
colectiva y una parálisis del pensamiento crítico constructivo. Al desmantelar
toda estructura y jerarquía, la deconstrucción ha dejado a menudo un vacío
donde antes habitaban la esperanza y la posibilidad de transformación. A ver,
si todo es texto, si no hay fundamentos, ¿cómo distinguir entre lo justo y lo
injusto, entre lo verdadero y lo falso? El peligro de esta filosofía,
lamentablemente aún vigente, radica en que la libertad, entendida como ausencia
de cualquier restricción, termina derivando en una profunda indiferencia o en
una pasividad nihilista.
Frente a esta dispersión
posmoderna, la vigencia de Hegel no radica en un retorno acrítico a su sistema,
del cual muchos hablan y pocos han leído y comprendido en profundidad, sino en
la capacidad de su pensamiento para recordarnos la necesidad de la articulación
y la superación de las contradicciones. Podemos acudir, por ejemplo,
a Slavoj Žižek, uno de los más prominentes estudiosos contemporáneos
de Hegel, para entender que la dialéctica hegeliana no es un proceso de
"síntesis armoniosa", sino un reconocimiento de la "fractura
radical" y la "negatividad" inherentes a lo real. Para Žižek, el
"retorno a Hegel" es crucial para superar la parálisis posmoderna y
reintroducir una dimensión de lo universal y lo emancipatorio, y lo explica con
claridad cuando sostiene que "el punto de Hegel es que la libertad
no es ausencia de determinaciones, sino la autodeterminación, la capacidad de
actuar de acuerdo con leyes que uno mismo se da" (Žižek, S.
(2012). Menos que nada: Hegel y la sombra del materialismo dialéctico.
Trad. Antonio Santamaría. Madrid: Akal, p. 11)., destacando así cómo la
dialéctica hegeliana, lejos de ser un cierre, abre a una auténtica subjetividad
que asume la responsabilidad de su propia mediación.
Asimismo, pero desde otra
vereda ideológica, Charles Taylor, en su monumental obra sobre Hegel, subraya
cómo el idealismo hegeliano buscó conciliar la subjetividad moderna con una
concepción ética de la comunidad. Para Taylor, Hegel nos ofrece una visión
donde la libertad individual no se opone al orden social, sino que encuentra su
plena realización en instituciones que encarnan una razón común. Cuando Taylor
sostiene que "la razón en Hegel no es una razón abstracta y
universal, sino una razón que se encarna históricamente en las formas de vida y
en las instituciones de una comunidad ética (Sittlichkeit)" (Taylor,
C. (1975). Hegel. Cambridge: Cambridge University Press, p. 433)
nos está mostrando una perspectiva que contrasta agudamente con la atomización
intencionada de la posmodernidad, donde la comunidad es a menudo vista como una
amenaza a la individualidad.
Otro hegeliano contemporáneo
que se alza contra las implicaciones éticas nefastas de la posmodernidad es
Robert Pippin, quien defiende una lectura de Hegel centrada en la racionalidad
de las prácticas sociales y la necesidad de dar razones para nuestras acciones
mediante una crítica a la tendencia posmo de ver el pensamiento y la acción
humana como meramente contingente o discursivamente construida, argumentando
que Hegel ofrece una vía para entender cómo los sujetos son agentes que se
reconocen y se vinculan a través de una comprensión compartida de la razón.
Concretamente, Pippin busca rescatar el proyecto hegeliano de una "razón
en la práctica" que es normativa sin ser fundacionalista en un sentido
platónico, ofreciendo un contrapunto a la relativización ética posmoderna. Para
este autor, "la razón hegeliana es una razón que se entiende a sí
misma como un proceso de autocomprensión en y a través de las prácticas
sociales de la libertad"(Pippin, R. B. (2008). Hegel's
Practical Philosophy: Rational Agency as Ethical Life. Cambridge: Cambridge
University Press, p. 28), enfatizando así que los desafíos éticos no se
resuelven apelando a meros caprichos o preferencias individuales o a la
disolución de toda norma, sino a través de un proceso de reflexión y
justificación racional que se ancla en las formas de vida compartidas.
¿Qué significa esto?
Básicamente que, para Pippin, la razón no es una facultad abstracta o
trascendente que impone verdades universales desde un plano ideal (como en el
platonismo clásico), sino que la racionalidad se encarna y se despliega en las
formas concretas de nuestras vidas, en nuestras acciones, nuestras costumbres y
nuestras instituciones sociales. La validez de las normas éticas, entonces, no
proviene de un "fundamento" inmutable o externo, sino del proceso
histórico y dialéctico mediante el cual una comunidad se auto-comprende, se
organiza y resuelve sus propias contradicciones internas. Las normas son, en
esta perspectiva, el resultado de una autolegislación colectiva y dinámica.
Este enfoque se opone
radicalmente a la tendencia posmoderna de disolver y atomizar toda normatividad
en la mera contingencia o en la arbitrariedad de las construcciones
discursivas. Si la ética se reduce a una cuestión de preferencias individuales
o de narrativas en competencia sin un horizonte de validez compartida, la
acción colectiva y la posibilidad de un juicio moral robusto se diluyen.
Pippin, en cambio, defiende que la razón hegeliana, lejos de ser un arcaísmo,
nos permite entender cómo las comunidades pueden desarrollar principios éticos
vinculantes y universalmente válidos para sus miembros, precisamente porque
esos principios emergen de un proceso de reconocimiento mutuo y de una
comprensión compartida de la libertad que se realiza en la vida social. Es
decir, la autoridad de la norma radica en su capacidad para articular lo que
una comunidad, en su desarrollo histórico, llega a reconocer como racional y
libre: esto ofrece una base sólida para la crítica moral que la posmodernidad,
en su afán de deconstrucción, a menudo deja sin sustento.
Queridos lectores, seguramente en este punto de la lectura ustedes se estarán preguntando ¿y por qué, Lisandro, me planteas esto justamente hoy en día? Pues bien, se los planteo porque considero que vivimos en un presente donde la verdad es reducida a una cuestión de perspectiva y la acción política se diluye en micro-narrativas inconexas y es justamente, con el pensamiento de Hegel de por medio, necesario recuperarla audacia de la razón humana. No se trata de reincidir en los errores de un cientificismo ingenuo o en un totalitarismo filosófico, sino de reconocer que la capacidad de construir sentido, de buscar coherencia en medio de las contradicciones normales del mundo real en el que vivimos todos y de aspirar a una libertad que se realiza en lo común, sigue siendo un imperativo para una humanidad que se resiste a la deriva progre nihilista.
LISANDRO PRIETO FEMENÍA