"El problema de nuestro tiempo es que la gente prefiere ser destruida
antes que cambiar de opinión."
Leon Tolstói, El Reino de Dios está en vosotros (1894)
La agenda progre, en sus
diversas manifestaciones, ha tenido un impacto innegable en la promoción de
privilegios, derechos y reconocimientos a minorías históricamente marginadas.
Sus raíces se hunden en las corrientes filosóficas de la postmodernidad y la
teoría crítica, que han cuestionado las grandes narrativas, las estructuras de
poder tradicionales y las categorías esencialistas. La deconstrucción, concepto
popularizado por Jacques Derrida, buscaba desentrañar los supuestos ocultos en
el lenguaje y las instituciones, abriendo espacio para su utilización en cuanta
pseudo-causa oportunista apareciera y adquiriendo prestigio por ser el marco
teórico de la diversidad y la pluralidad selectiva.
Sin embargo, en su
implementación, esta agenda nefasta financiada por capitales particulares, ha
enfrentado críticas significativas. Una de las más recurrentes es la percepción
de que ha derivado en una cultura de la cancelación o una excesiva preocupación
por la "corrección política", lo que a menudo ha sido caricaturizado
como "woke". Al respecto, el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha
señalado que esta tendencia, si bien pretendidamente bienintencionada, puede
llevar a una fragmentación social y a una pérdida de la capacidad de diálogo.
Concretamente, Žižek afirma en "Primero como tragedia, después como
farsa" (2009), que "el wokeismo se convierte en una nueva
forma de censura, donde la ofensa, real o percibida, es suficiente para
silenciar a cualquier voz disidente".
Paradójicamente, pensadores
ultra progres como Pierre Bourdieu, aunque no específicamente sobre el
"wokeismo" contemporáneo, ya advertían sobre los peligros de una
elite intelectual desconectada de las realidades populares. Bourdieu, en su
obra "La distinción" (1979), nos recuerda que "la
cultura dominante, con sus pretensiones de universalidad, tiende a enmascarar
su carácter de cultura de clase y de poder". La proliferación de
debates identitarios insoportables y el énfasis en la deconstrucción de
categorías básicas como el género o la nación, si bien pueden ser medianamente
legítimos para un minúsculo reducto elitista de las universidades, han sido percibidos
por amplios sectores de la población como ajenos a su realidad cotidiana y a
sus preocupaciones más acuciantes, generando así una brecha enorme entre las
élites progresistas que viven del curro de la agenda de moda y el ciudadano
común.
En respuesta a lo que muchos
consideran excesos o la desconexión de la agenda posmo-progre, ha emergido con
fuerza el populismo de derecha. Como señalé al principio, figuras políticas
como Trump, con su retórica de "América Primero", o Milei con su
discurso "anticasta" y "anti-izquierda", han sabido
capitalizar el descontento de sectores de la población que se sienten
estafados, ignorados y amenazados por los cambios culturales impuestos por la
agenda de George Soros. Por su parte, en Italia, Meloni encarna una derecha
conservadora que apela a valores tradicionales y a la soberanía nacional frente
a la globalización y las agendas transnacionales.
Pues bien, estos líderes se
presentan como defensores de la "gente común", frente a las vedettes
globalistas y progresistas. Ahora su "batalla cultural" se centra en
la recuperación de valores tradicionalistas, la defensa de la familia, la
nación y la libertad individual frente a lo que perciben como imposiciones
ideológicas del post-marxismo cultural. Al respecto, el politólogo holandés Cas
Mudde, experto en populismos, ha caracterizado este fenómenos como una
ideología "delgada" que divide la sociedad entre "el pueblo
puro" y "la élite corrupta", afirmando puntualmente en su obra
"El populismo. Una brevísima introducción" (2017) que "el
populismo de derecha no ofrece soluciones complejas a problemas complejos, sino
que simplifica la realidad en una dicotomía moralista".
Dadas así las cosas, el
populismo de derecha no está exento de contradicciones. Si bien apela al
sentido común, a menudo cae en la simplificación excesiva, la desinformación y
la polarización forzada y violenta. La retórica de la nueva "batalla cultural"
puede exacerbar las divisiones sociales y obstaculizar el diálogo realmente
constructivo. Además, en su énfasis en la soberanía nacional y el
individualismo puede, en ocasiones, ir en detrimento de la cooperación
internacional y la solidaridad al interior de cada nación.
Puesto que no concibo una
filosofía que sea servicial a ningún poder en particular, es necesario que
pensemos, entonces, en una vía intermedia, que evite los extremos y los
fanatismos interesados. Ante esta polarización, se hace urgente y necesario
buscar un sentido que trascienda los polos y nos permita avanzar como sociedad.
Esta vía no implica renunciar a los avances que podrían haberse dado en ciertos
derechos y libertades, ni tampoco ignorar las preocupaciones legítimas de
quienes se sienten desatendidos. Más bien, se trata de una aproximación que
ponga en el centro al verdadero sentido común, la ética del cuidado mutuo y el
uso de la razón al servicio del bien común.
El "sentido común"
al que hacemos referencia no debe ser confundido con el prejuicio o la
ignorancia. Se trata de la capacidad de discernir lo que es razonable y
práctico en la vida cotidiana, sin caer en los extremismos ideológicos. Implica
una valoración de la experiencia y la sabiduría de cada pueblo, pero también la
apertura a la crítica y a la evidencia empírica. Sobre este particular, el
filósofo Jürgen Habermas, con su teoría de la acción comunicativa, nos
invita a un diálogo racional donde la fuerza del mejor argumento prevalezca, no
la imposición de una ideología. Para ilustrar su postulado, en su obra titulada
"Teoría de la acción comunicativa" (1981), nos dice que "la
razón comunicativa es la capacidad de alcanzar un entendimiento mutuo a través
del discurso, superando las meras estrategias de poder".
A su vez, la ética, entendida
como la búsqueda del bien común y el respeto por la dignidad de cada persona,
debe ser el faro que guíe nuestras decisiones. Esto implica una ética del
reconocimiento, que valore a cada uno en su especificidad, pero también una
ética de la responsabilidad, que nos impele a asumir las consecuencias de
nuestras decisiones y a construir una sociedad más justa para todos. En este
punto, la filósofa española Adela Cortina ha destacado la importancia de una
"ética de la razón cordial", que combine la argumentación racional
con la empatía y el reconocimiento de la vulnerabilidad humana". Para
describir de manera muy sucinta su pensamiento, podríamos acudir a su obra
"Ética mínima" (1986), en la cual Cortina afirma que "la
ética no es sólo una cuestión de principios abstractos, sino de actitudes
concretas de cuidado y reconocimiento hacia los otros".
Por su parte, la razón, lejos
de ser una herramienta de dominio o imposición, es la capacidad de analizar
críticamente la realidad, de buscar la verdad y de construir argumentos
sólidos. Es la base para el diálogo constructivo, la resolución de conflictos y
el avance del conocimiento. Pues bien, en un mundo saturado por información
basura (desinformación) y post verdad (relativismo absoluto y absurdo), el
cultivo de la razón se vuelve esencial para discernir entre la realidad y la
ficción, y para tomar decisiones informadas y atinadas.
Por último, el elemento del
"cuidado" emerge como un pilar fundamental. El cuidado de nosotros
mismos, de nuestros semejantes y del planeta en el que habitamos es un asunto
discursivamente avalado pero prácticamente escondido por todas las agendas
políticas y educativas mundiales. La ética del cuidado, desarrollada por
pensadoras como Carol Guilligan, enfatiza la interdependencia y la
responsabilidad hacia los otros. En este contexto actual de polarización
permanente, el cuidado implica la construcción de puentes, la escucha activa y
la búsqueda de soluciones que beneficien a todos, no sólo al grupo que apoya la
agenda de moda del momento. En esta perspectiva, y puntualmente en su obra
titulada "In a Different Voice" (1982), Gilligan argumenta que "el
cuidado implica una atención a las necesidades de los otros y una respuesta
responsable a ellas, lo que contrasta con una ética de la justicia más
abstracta". Eso sí, queridos amigos, es crucial también
que tengamos el discernimiento cabal para poder distinguir entre
necesidad, capricho y derecho (no son lo mismo).
El precitado viraje político,
que estamos observando en este momento, desde el progresismo violento y
deconstructivo al populismo, también violento, de derechas, es un síntoma de
una sociedad que busca respuestas y se siente completamente desorientada. Queda
claro que los extremos, si bien ofrecen narrativas claras, fáciles de memorizar
y a menudo, atractivas para la gente que anda floja de papeles, rara vez
proporcionan soluciones sostenibles y justas. La vía intermedia que nosotros
proponemos, anclada en el bien común, la ética del cuidado y el uso de la
razón, nunca fue un camino fácil (por eso nunca se impuso). Requiere de
autocrítica permanente, de voluntad de diálogo y de la capacidad de trascender
las trincheras de los quioscos ideológicos, que enriquecen a unos pocos y
ayudan a casi ninguna víctima real. Sólo así podremos construir sociedades más
cohesionadas, justas y resilientes, donde la verdadera "batalla
cultural" se transforme en un diálogo enriquecedor que nos impulse hacia
un futuro compartido cuyos únicos enemigos sean la estupidez y la maldad.
LISANDRO PRIETO FEMENÍA