Los contrapesos tecnológico-societarios que conmueven el poder del estado. Nuevos paradigmas.
Los últimos tiempos han
dado lugar a fenómenos sociales de alcance y trascendencia mundial, que
difícilmente hubiesen podido ver la luz sin conjugarse el descontento ciudadano
con la súbita expansión en el empleo de redes con base en el Internet y las telecomunicaciones
de amplio espectro. Sin importar se trate de la Primavera Arabe, del espíritu
contestatario corporizado por los Indignados españoles o del que exhibiera
recientemente el 8N argentino, será hora de declamar que el poder del estado
-en cualesquiera de los rincones del globo- se ha topado con su némesis, o con
el enemigo definitivo. Se trata, en rigor, del aterrizaje forzoso de un
irascible convidado de piedra cuyo arribo ciertamente pocos esperaban, y que
obliga al replanteo de la totalidad de las agendas. Es el momento del
Revolucionario Tres Punto Cero.
Y este Homo Novus acusa
rasgos poco generalizables: no es antisistema, pero se encuentra lejos del
servilismo. Por momentos desaforado consumidor de marcas, puede mutar
rápidamente en consumidor socioconsciente y boicotear productos, o demoler en
minutos un trabajo de branding y R+D planeados a lo largo de años. No es un
renegado de la tecnología, pero tampoco es un ignorante informático ciento por
ciento: los aspectos intuitivos de la usabilidad parecen haber sido ingeniados
a su medida. Todo ello, para aterrizar en el aspecto que hoy más interesa pero
que, a la vez, más preocupa: su capacidad inherente de conmover los altos
estamentos de prácticamente cualquier gobierno; nuevamente, si su proceder
operativo y poder de convocatoria sabe sinergizar con otros individuos que
exhiban motivaciones similares e igual disponibilidad de recursos conectables.
El Revolucionario Tres
Punto Cero incorpora el trazo de la amenaza, en virtud del empleo que haga de
las redes, en tanto viene a representar en carne y hueso el subproducto más
acabado de las ensoñaciones de Aldous Huxley, esto es, la concreción y el
surgimiento de una nueva consciencia universal. Este complejo personaje -cuyos
primeros atisbos pueden rastrearse también en el Cyberpunk de Bill Gibson-
tampoco es un tecnócrata ni un versado en medulosos algoritmos, análisis
predictivos, reconocimiento de patrones o programación no estructurada.
Encuentra en la explotación del smartphone, Facebook y Twitter un modo
romántico de plasmar y amalgamar sus broncas, ambiciones y frustraciones. De a
poco, ha comenzado a hacerse un lugar en la Historia y -mal que le pese a
muchos- ha llegado para quedarse. Tal como se viera en el teatro de operaciones
tecnosocial del Medio Oriente, su compromiso se arroga el poder y la
discrecionalidad de herir de muerte a dictaduras en otrora control aparente de
voluntades ajenas. Pero, en concreto, ni los sistemas de gobierno autoritarios
ni las democracias occidentales vituperadas en su credibilidad saben cómo
lidiar con el problema de su existencia. Los primeros podrán recurrir al apagón
tecnológico para, acaso, amortiguar la difusión del mensaje, pero eso solo
contribuye a agravar la problemática de legitimidad de la nomenclatura. Las
segundas no se atreven a la desconexión, pues ello involucraría el
reconocimiento cabal del fracaso ante el electorado, pudiendo ceder espacio al
adelantamiento de la muerte política del partido y sus referentes.
Esta versión del guerrero
interconectado también comienza a tomar consciencia de que el conglomerado
estatal no es un oponente invulnerable. Conoce -a veces de primera mano- que el
gobierno lleva las de perder porque, una vez que éste se expone perdidoso en
imagen pública, ser contestatario resulta mucho más contagioso y atractivo que
defender a un régimen caído en desgracia. Esta es la razón por la cual el
cibermilitante tiene perdida la batalla desde el vamos: más trabaja para
imponer el ideario oficial, más corrosivo se torna el efecto boomerang. Sun Tzu
-con su existencia real todavía bajo la lupa del debate- era, sin sombra de
dudas, un visionario. El expuso mejor que nadie aquello de que "Las
batallas se ganan mucho antes de pelearse". O, también, que "Las
guerras se pelean en una geografía muy estrecha: la mente del enemigo".
El Homo Novus tecnológico
no es -necesariamente- un agente de inteligencia ni un sesudo estratega
militar. Sin embargo, en ocasiones se encuentra en posición ideal para
intoxicar, contaminar y sembrar, aprovechando con presteza los pocos recursos
de que dispone. Puede generar y administrar el miedo en altísimas dosis, solo
con remitir un mensaje a la vereda de enfrente, esto es, que "Nadie debe
sentirse del todo seguro". Con todo, la efectividad y el alcance del
Revolucionario 3.0 pueden ampliarse hacia fronteras a priori insospechadas, si
acaso tomase contacto con las personas idóneas o -entiéndase bien- portadores
de información sensible o de alto valor agregado para una causa equis. Su
sinergia, a fin de cuentas, es difícil (sino imposible) de mensurar: esta puede
multiplicarse exponencialmente, considerándose el volumen de la
interoperabilidad y la calidad de los nodos con que interactúe.
En última instancia, al
estado solo le quedan dos salidas: someterse a la voluntad del operador o
negociar. Su salida más elegante: prestar oído al reclamo y obrar en
consecuencia, a modo de evitar la reiteración de la protesta y eludiendo,
también, la aniquilación prematura y definitiva de su agenda de poder. De otro
modo, la probabilidad de que la voluntad del Revolucionario Digital termine
asumiendo identidades radicalizadas o allane el camino para el surgimiento de
anticuerpos o desviaciones (Al Qaeda, hacker, cracker) se incrementa.
Por lo novedoso de su
carácter y surgimiento, el fenómeno aún está en pañales, pero pocos dudan de
que seguirá compartiendo nuevos ejemplos para ser estudiados a consciencia por
teóricos y analistas en el futuro. Al menos, mientras continúe acentuándose la
brecha entre gobernantes y gobernados.
Matías E. Ruiz, Editor de ElOjoDigital