El hombre es el lobo del hombre
Thomas Hobbes
Hoy queremos invitarlos a
analizar un asunto que se ha transformado en tabú, por no decir el tema más
prohibido del análisis político que soslaye lo políticamente correcto sin por
ello caer en lugares comunes y frases hechas, típicas de una reflexión líquida
y vaciada de contenido y valoración, a saber, el debate sobre el uso de la
violencia por parte del Estado.
No podemos siquiera comenzar a
conversar sobre este asunto sin antes mencionar a Thomas Hobbes (1588-1679),
quien en su monumental obra titulada "El Leviatán" (1651),
proporcionó una perspectiva fundacional sobre el problema que nos llama hoy aquí.
Recordemos que, para Hobbes, el Estado tiene total derecho y responsabilidad de
ejercer la violencia en aras de mantener la paz y la estabilidad social. Si, lo
sé, hoy Hobbes es un bicho feo de la academia posmo progre afrancesada, pero no
podemos negarlo cuando intentemos pensar en las precitadas categorías, las
cuales suscitan interrogantes fundamentales que no clausuran el pensamiento,
sino que a pesar del paso de los siglos nos sigue desafiando a interpretar los
límites del poder estatal y la naturaleza de la autoridad.
El filósofo inglés parte de la
premisa de que en el "estado de naturaleza" (un mundo sin
instituciones, sin autoridades gubernamentales), los individuos vivirían en un
estado de guerra permanente, donde la vida es tristemente solitaria, pobre, desagradable,
brutal y, sobre todo, corta. Visto así, el uso de la violencia sería la regla
omnipresente para vivir de acuerdo con las necesidades instintivas de
autoconservación y supervivencia. Pues bien, para escapar de ese estado
salvaje, los individuos decidieron ceder parte de su libertad y poder a la
figura del Leviatán, a saber, el Estado, quien cual monstruo gigante administrará
la autoridad soberana con el monopolio legítimo de la fuerza.
Siguiendo con ese hilo, es
claro que Hobbes creía que la única forma posible de mantener el orden social y
prevenir el caos era mediante esa transferencia de poder de los individuos a un
cuerpo social monumental, poderoso, del cual cada uno de nosotros formamos
parte. Esa espada que tiene en la mano el Leviatán no es otra cosa que la
violencia justificada como medio para garantizar la seguridad y proteger los
derechos de los ciudadanos. Visto así, la violencia ordena y ejemplifica
mediante medidas concretas contra quienes quieren vivir por fuera del pacto
social básico: uno aprende, a veces, que algo está mal porque ve la reprimenda
que recibe alguien cuando comete algo indebido y es reprendido (si usted, amigo
lector es el menor de cuatro hermanos, como yo, lo va a entender
perfectamente).
Ahora bien, no se confundan
bellacos, esta transacción no es como la que se da en las ficciones que
parodian al mafioso ítalo-americano en Nueva York al cual le tienes que pagar,
de manera extorsiva, por una protección que nunca es realmente efectiva. No, se
trata más bien de un acuerdo tácito, establecido en un cuerpo gigantesco de
normas, reglas, leyes, resoluciones, ordenanzas, etcétera que siempre tiene la
forma de contrato "yo te doy, tú me das". En teoría, el monopolio de
la fuerza del Estado de derecho depende del hilo del consentimiento ciudadano
(y aquí se pone picante la cosa, atención).
¿Qué sucede cuando el Estado,
alimentado golosamente con la voluntad y la fuerza de poder otorgada por el
pueblo, abusa de la legitimidad que ostenta para ejercer indebidamente la
violencia sobre su mismo pueblo? ¿Cómo garantizamos que el Leviatán no se nos
torne un maldito tirano que oprime a sus ciudadanos en lugar de cuidarlo?
¿Cuáles son aquí, entonces, los límites éticos y legales del uso de la fuerza
por parte de la entidad estatal?
El planteo de Hobbes es
realmente hermoso, y en muy pocos lugares del globo terráqueo ha funcionado
medianamente bien. El problema es que cuando Thomas escribía estas hermosas
palabras, existían en las comunidades ciertos acuerdos básicos o interpretaciones
comunes acerca de lo que era bueno o malo, correcto o incorrecto, legal o
ilegal, decente o indecente, etcétera. Está claro que nuestro mundo del 2024 no
tiene una goma que ver con la Inglaterra del Siglo XVII.
Hoy, así como están las cosas,
vale la pena que nos preguntemos ¿es aceptable que el Estado use le violencia
en nombre del bien común? Cuidado, esa pregunta tiene trampa. En teoría,
cualquiera de nosotros podríamos responder, apresuradamente, sí, claro que debe
y puede usar la violencia en nombre el bien común. Pero, como venimos diciendo
hace rato, cuidado con aquello que consideremos "común" y cómo lo
establecemos. Muchas veces lo que se muestra común a todos, es bastante alejado
de lo que nosotros en nuestros hogares valoramos o estimamos "común".
Cuando nos han borrado con una esponja el horizonte de sentido de las cosas, y
nos han vaciado de contenido muchísimos valores que consideramos estimables
para unos pocos y totalmente desechables para otros tantos, está claro que no
podemos establecer "lo común" a todos de manera tan simple.
De nuevo, podemos
preguntarnos, en este contexto de decadencia política, económica, moral e
intelectual en el que estamos sumergidos, ¿cómo reconciliamos la necesidad de
seguridad con el respeto a los derechos individuales y las libertades civiles?
Se supone que el concepto de violencia estatal justificada plantea desafíos
complejos y bastante controversiales puesto que si bien ofrece una
justificación convincente para el uso del poder coercitivo del Estado, también
debería destacar la importancia de establecer controles y equilibrios para
evitar toda clase de abusos de autoridad. Durante noches oscuras de la historia
se pretendió otorgar el rol de contralor a "la vigilancia ciudadana"
o a la conformación de cuerpos especiales de magistrados presentados como por
fuera de la esfera metafísica y moral, elevados, del resto de nosotros, los
cochinos mortales. Y ya vemos como nos fue: tener jueces depravados
dictaminando actos de justicia es lo mismo que pretender que un analfabeto mudo
y ciego nos enseñe a leer y escribir.
Por lo anteriormente
expresado, podemos claramente avizorar que antes de hablar de asuntos cruciales
como el respeto a la independencia de los poderes del Estado, por los derechos
humanos, por la valoración de las fuerzas de autoridad, el cumplimiento de las
leyes y la paz social, es preciso echar un baldazo de coherencia sobre los
actores que forman parte de ese marco institucional. Bien sabemos que la
democracia es una práctica que se construye a diario, y lo que más socava ese
estilo y tipo de vida es la subversión total de todos los valores que nos
llevaron a considerar prócer a un capo narco y estúpido a un trabajador que se
quema el lomo por alimentar a su familia mientras paga toda la carga impositiva
requerida. Así como en el hogar el respeto a los padres no se da naturalmente
sino que se educa con el ejemplo, es imposible que de la noche a la mañana
comencemos a sentirnos protegidos por fuerzas de seguridad mal pagas, mal
entrenadas, corrompidas hasta el tuétano y dispuestas, en muchos casos, al servicio
del crimen organizado. Pues no, con campañas mediáticas no alcanza.
Absolutamente todos los componentes del gran Leviatán deben contribuir a la
estabilidad social y a la paz comunitaria de igual manera, cada cual en el
órgano en el que le corresponda estar y operar.
En conclusión, amigos míos,
está claro que el análisis del uso de la violencia legítima a través del prisma
del Leviatán de Hobbes nos insta a reflexionar sobre los fundamentos de la
autoridad política y los principios éticos que deberían guiar su ejercicio. En
hermenéutica filosófica, la disciplina encargada de lograr la mejor
interpretación posible, siempre decimos que todos los extremos son nocivos: ni
el Estado opresor innecesariamente, ni el Estado ausente completamente son la
solución. Algo tiene que haber en el medio, en la prudencia de las hermosas
leyes plasmadas en una Constitución que olímpicamente y sistemáticamente,
década tras década, se sigue ignorando y obviando siempre en pos del beneficio
de unos pocos y en detrimento de la gran mayoría de los ciudadanos. Pues no,
por ahí no va, puesto que la discusión sobre el derecho a vivir en el marco de
cierta seguridad confiable no debe ser un lujo, sino una obligación del Estado
y un compromiso de una sociedad que debe dejar de legitimar al victimario y
olvidar a las víctimas por el caos instalado que nos aturde y no nos deja ver
el equilibrio fundamental y necesario entre la seguridad colectiva y la
preservación de las libertades individuales.
Lisandro Prieto Femenía