"No puede haber una revelación más intensa del alma
de una sociedad que la forma en que se trata a sus niños"
Nelson Mandela
En un mundo atravesado por la perversa idea de que
"sobra gente" en este planeta junto con la irracional decisión de
considerar a los hijos como un estorbo en el camino del "progreso" y
del "éxito" personal, quisiéramos detenernos un segundo a reflexionar
acerca del amor auténtico hacia los hijos, entendido como una experiencia
humana que ya no es, pero sí ha sido objeto de reflexión en diversas
disciplinas, principalmente la filosofía, la psicología e incluso la tan bastardeada
teología. Es evidente que este tipo de amor se caracteriza, cuando es sano, por
su profundidad, incondicionalidad y por ser el motor fundamental en la
formación de todos los individuos.
En la historia de la filosofía occidental, el amor
ha sido considerado un principio fundamental que ha permitido guiar las
relaciones humanas hacia la búsqueda de un sentido auténtico, que ni la
materialidad, la riqueza, el supuesto éxito individual e incluso la fama pueden
brindar. Aristóteles (384 a.C.–322 a.C.), en su obra "Ética a
Nicómaco" describió el amor como una virtud que se desarrolla en la
amistad, y argumenta que el amor a los hijos es una forma muy peculiar de
amistad, en la que el bienestar del descendiente es visto como un fin en sí
mismo. Esta relación se basa principalmente en una reciprocidad natural, que
refleja el ideal de la "philia", es decir, una forma de amor que
busca siempre el bien del otro como si fuera propio: un padre o una madre, que
no sea capaz de alegrarse por la felicidad de un hijo, ya sea por mezquindad o
por estupidez, no es digno de ser considerado como tal, puesto que, al fin y al
cabo, el objetivo de todos los que somos papás no es que nuestros hijos ganen
siete balones de oro, sino que sean felices con lo que sea que hayan decidido
hacer.
"Los padres aman a sus hijos como parte de
ellos mismos, mientras que los hijos aman a sus padres como el origen de su
ser" (Ética a Nicómaco, VIII.12, 1161b)
Por su parte, el filósofo Jean-Jacques Rousseau
(1712-1778), en su obra "Emilio" o "De la educación"
(1762), enfatiza puntualmente en la importancia del amor y la libertad en el
proceso educativo de los hijos. Para él, el amor paternal debe guiar la
educación, no imponiendo con autoridad violenta, sino permitiendo que el niño
desarrolle sus propias capacidades y juicio crítico. Al sostener que "el
amor a los hijos no consiste en hacer todo por ellos, sino en prepararlos para
que ellos mismos puedan enfrentarse al mundo (Emilio o De la educación, Libro
I)., subraya la necesidad de equilibrar el amor con la autonomía, promoviendo
una crianza que respete las capacidades del niño sin ahogarlas en el
conformismo constante de satisfacer todas sus necesidades y caprichos: a veces,
saber decir "No", es una de las decisiones de formación en la
autosuficiencia más importantes que un niño puede recibir.
Desde un punto de vista psicológico, el amor a los
hijos ha sido estudiado como un vínculo esencial para el desarrollo psíquico y
emocional de los infantes. Particularmente sobre este asunto, el psicoanalista
británico Donald Winnicott (1896-1971) introdujo el concepto de la "madre
suficientemente buena", donde el amor y el cuidado que un padre ofrece
permiten que el niño desarrolle una sensación de seguridad plena y de confianza
en el mundo que lo rodea. Según Winnicott, "es en la relación amorosa y
estable con la madre o el cuidador primario, que el niño aprende a sentirse
real y a confiar en su entorno" (The Child, the Family, and the Outside
World, 1964). No nos queda la menor duda que este vínculo, cuando no es
enfermizo y no está atravesado por la violencia y la mediocridad, no sólo es
fundamental para el desarrollo del niño, sino que también influye en la
capacidad del sujeto para formar relaciones saludables posteriormente, en su
vida adulta. Por supuesto, existen
adultos rotos, que han sido criados con amor y cariño, pero generalmente la
regla se da a la inversa: no es casual que veamos un aumento significativo y
sistemático de episodios violentos, cada vez más procaces, en niños,
adolescentes, jóvenes y adultos si apreciamos que la constante presente en la
mayoría de las crianzas es la desatención, la educación en valores detestables
y la crianza que disfraza malcriados con el velo del apego y consentimiento a
caprichos permanentemente.
Ya desde una consideración puntualmente teológica,
debemos recordar que en la tradición occidental (judeo-cristiana) el amor de los padres hacia sus hijos es
visto directamente como una extensión del amor divino. En sus
"Confesiones" (398 d.C.) San Agustín de Hipona reflexionó sobre el
amor como un don de Dios que se manifiesta en las relaciones humanas, puesto
que "nadie ama verdaderamente si no ama a Dios, y ese amor se refleja en
el amor a los demás, comenzando por los más cercanos, como los hijos" (Confesiones,
XIII.9). Entendido de esta manera, el amor filial se convierte en un acto de
responsabilidad y cuidado que imita y participa la idea de sumo bien, o del
creador y sustentador, a saber, la idea de Dios. Como podrán apreciar, desde
esta perspectiva teológica, el amor a los hijos no es simplemente una
responsabilidad natural, sino lisa y llanamente un camino de santificación: se
trata de un vínculo totalmente sagrado que invita a los padres a participar en
el amor de un creador y a reflejar su amor en la vida cotidiana. Este amor, que
es al mismo tiempo sacrificial y generador, no solo nutre a los hijos en su
crecimiento físico y emocional, sino que también los acompaña en su desarrollo
espiritual. El reconocimiento de la sacralidad del vínculo entre padres e hijos
ofrece una visión más profunda del amor filial, que va más allá de las mera
obligaciones materiales y se convierte en una forma de participación con la
trascendencia: este amor, cuando se vive plenamente, no sólo fortalece la
relación familiar, sino que también contribuye al crecimiento espiritual de
todos los miembros de la familia, conduciéndolos hacia un modelo de vida en el
que "estar juntos" es un bastión en medio de la batalla permanente de
un mundo que nos invita a la soledad permanente como "método" en la
búsqueda del "éxito"
individual.
"El amor a los hijos, cuando es verdadero, es
un reflejo del amor que Dios tiene por nosotros, un amor que no busca lo suyo,
sino el bien del otro" (Confesiones, XIII.9).
Basta ya de tanta reflexión bonita y procedamos
apresuradamente a preguntarnos lo siguiente: ¿Qué sentido tiene, cuál es la
intención, para qué se le entrega, a un infante, un dispositivo móvil? Pues
bien amigos míos, el acto de entregar este narcótico de dopamina a un niño se
sustenta en la necesidad de muchísimos padres de mantenerlo entretenido para
así no proveer del insumo fundamental de la interacción humana. En lugar de
dedicar tiempo a formarlo, a dialogar o simplemente estar presentes y atentos
con el niño, muchos recurren a la tecnología como una manera rápida y fácil de
"calmar" la inquietud infantil. Este comportamiento puede ser
interpretado como una clara señal de desinterés en las experiencias y
necesidades reales del infante, dejando de lado la oportunidad de desarrollar
un vínculo mucho más profundo y significativo.
Este problema es global y responde, en términos
psicológicos, a la falta de interacción significativa entre padres e hijos que
termina mostrando consecuencias a corto y
largo plazo en el desarrollo emocional, intelectual y social del niño.
En este sentido, el psicólogo John Bowlby (1907-1990), en su "teoría del
apego", hace hincapié en la importancia de la presencia y la atención de
los padres para el desarrollo de un apego seguro, que es esencial para la salud emocional del infante. El uso
excesivo, e innecesario, del dispositivo móvil puede interrumpir este proceso,
creando una distancia emocional que lleva directamente a problemas de confianza
y seguridad del sujeto a lo largo de su vida.
"La disponibilidad de una figura de apego que
sea sensible y responsiva a las necesidades de un niño proporciona la base para
el desarrollo de la seguridad y la confianza en uno mismo" (Attachment and
Loss, 1982, p. 201).
Retornando a Rousseau, en la obra precitada,
advierte de los peligros que acarrea delegar la responsabilidad parental en
terceros o, peor, en objetos. Aunque en su tiempo esto se refería más bien a la
delegación en criados o tutores, la idea puede tranquilamente extrapolarse a la
actualidad, donde el teléfono celular se termina convirtiendo en un "tutor
digital" nefasto. Recordemos que para Rousseau es fundamental una
educación que esté directamente ligada al amor y a la atención personal, donde
el padre o la madre sean los principales responsables de guiar al niño en su
desarrollo: al entregar un dispositivo en lugar de interactuar como seres
humanos normales, los padres están, en cierto modo, renunciando a su papel
activo en la educación y el desarrollo de la personita que decidieron traer al
mundo.
Como podrán apreciar, caros lectores, el problema
del desinterés colisiona con el beneficio del amor auténtico de la crianza
responsable ya que, en el acto mismo de la entrega del móvil se está abriendo
la puerta a problemas de atención, dificultades para establecer vínculos
sociales normales y cordiales y, lo que es peor, se está creando una adicción
temprana a la tecnología. Además, el niño, que no es estúpido por naturaleza,
sino que es idiotizado por su entorno, se puede dar cuenta o puede internalizar
la idea de que su presencia es una molestia, lo cual puede afectar seriamente
su autoestima y la percepción de su valor en la relación con sus padres en la
niñez, pero con el mundo en su adultez: después se burlan y se asombran cuando
los llaman "generación de cristal", ¿por qué será, no?
Complementariamente a esto, el filósofo Martin
Buber (1878-1965), en su obra "Yo y tú" (1923), destacó la
importancia del encuentro genuino entre dos personas, lo que él llama la
relación "Yo-Tú", en contraste con la relación "Yo-Eso",
donde el otro es visto como objeto (ente-útil), objeto o herramienta. Al tratar
al niño como un problema a ser resuelto mediante la tecnología, se establece
una relación fría y triste de esclavitud "Yo-Eso", donde el niño no
es visto como un ser humano en sí, con necesidades y emociones propias, sino
como un obstáculo a ser gestionado por sujetos patéticos que tienen hijos y no
saben para qué los tienen. Este tipo de dinámicas personales, propiamente en la
paternidad, erosiona la calidad de la relación y priva al niño de la experiencia
de ser reconocido plenamente como una persona con la cual vale la pena pasar el
tiempo.
"Cuando alguien ve a un ser como un Tú, no lo
ve como un objeto, ni siquiera como un punto en el espacio y el tiempo. En la
relación Yo-Tú, ambos se ven involucrados en su totalidad y no son solo 'cosas'
una para la otra" (Yo y Tú, 1923, p. 32).
En fin, la tendencia de utilizar dispositivos como
herramienta para "callar" a los niños es un reflejo de un problema
mucho más profundo que venimos metiendo debajo de la alfombra hace demasiado
tiempo: desinterés y desconexión emocional en un vínculo concreto que necesita,
para sobrevivir, interés y conexión total. La humanidad no llegó al siglo XXI
ignorando por completo a los niños, o consintiendolos con chorradas
intrascendentes que les queman la cabeza, no: es fundamental que quienes decidieron
traer gente al mundo reflexionen sobre las implicaciones de este comportamiento
y se esfuercen por cultivar una relación más cercana, basada en la atención, la
escucha y el amor incondicional que nunca falla, traducido en el tiempo, que es
sagrado por ser tan escaso, y la presencia compartida que no sólo enriquece la
relación padres-hijos, sino que también son la esencia del desarrollo saludable
y equilibrado del niño en todos los aspectos de su vida.