Marge: "Oh Maggie, ¿cuándo vas a hablar?"
Lisa: "No la presionen, recuerden que es mejor guardar silencio y ser tomado por tonto, que abrir la boca y despejar las dudas"
Homero en su mente: "Mmm, ¿qué quiere decir eso? Di algo o van a creer que eres idiota"
Homero a su familia: "A lo hecho pecho..."
Los Simpson, Episodio 10, Temporada 04
El bombardeo de información de
dudosa procedencia y la inmediatez de las redes sociales no han hecho otra cosa
que exacerbar esta necesidad de manifestarse, a menudo sin la reflexión
adecuada mediante. Pero, es importante que nos preguntemos, ¿cuánto de lo que
decimos a diario es realmente nuestro, propio, y cuánto es una mera repetición
de lo que los medios y la sociedad esperan de nosotros? ¿Es posible escaparse
de esta necesidad patética de querer encajar en una conversación constante?
Pues bien amigos, como bien saben, filosofar es dudar, y éstas son sólo algunas
de las preguntas que guiarán nuestra reflexión.
La idea previamente señalada
se relaciona con la importancia del silencio sobre la "dictadura del
decir". El silencio no es solamente una ausencia de sonido o ruido, sino
una oportunidad fantástica para la aparición del pensamiento profundo y la
introspección: al callar, podemos liberarnos de la presión de tener que opinar
sobre todo y de la necesidad de "ser parte" en las conversaciones
banales y constantes con las que tenemos que convivir.
El primer aspecto que tenemos
que señalar hoy, es el terrible miedo al silencio. Nietzsche afirmaba que la
mayoría de las opiniones que circulan no son más que prejuicios disfrazados de
pensamiento y, en efecto, la necesidad de hablar constantemente puede ser, en
el fondo, un miedo al silencio, porque en él nos enfrentamos a nosotros mismos,
a nuestras dudas y contradicciones. Tengamos en cuenta que el silencio nos
obliga a pensar, a cuestionar nuestras propias creencias y a hacernos cargo de
nuestra existencia. Es por ello que, cuando vean a una persona insoportable que
siempre tiene una opinión para cualquier tema que aparezca, se darán cuenta que
en el fondo, es la más idiota del salón. Pero aquí cabe preguntar, ¿cuánto de
lo que decimos está realmente fundado en nuestro pensamiento y no en una
opinión ya masticada por otros? ¿Cuánto de nuestro discurso está teñido por el
miedo a no encajar, a ser diferentes, a no ser aceptados? Pues bien amigos, si
la sociedad considera como modelo a seguir el prototipo de idiota que jamás se
calla, será recomendable no querer encajar allí.
Es innegable, de todos modos,
que ese temor a ser dejados de lado produce cierta angustia en muchas personas.
Para Kierkegaard, el individuo auténtico se enfrenta a la angustia de pensar
por sí mismo, mientras que la multitud se refugia en el ruido de la opinión
colectiva. Hoy, la presión por opinar sobre todo no es más que un síntoma de la
desesperación de pertenecer, de ser reconocido por los demás: no decir nada, en
este contexto, se ha convertido en un pecado social, una forma clara de
exclusión. Pero, ¿no podría ser el silencio una forma de resistencia, de
afirmar la propia individualidad frente a la presión del grupo? ¿No podría ser
una manera de decir "no" a la uniformidad y al pensamiento hueco y
"único"?
Lo que hasta aquí hemos
descrito sería incomprensible si previamente no analizamos la característica
propia de la sobreexposición de las sociedades actuales. Al respecto,
Byung-Chul Han describe cómo, en esta era digital, el silencio es interpretado
como irrelevante. Y sí, porque en una sociedad donde todo se sobreexpone, el
individuo siente la obligación de exhibirse en los escaparates virtuales y
manifestarse sobre cualquier tema, incluso sin comprenderlo. Pero es preciso
indicar aquí que estar siempre expuestos no es, ni cerca, libertad, sino un
nuevo tipo de servidumbre y esclavitud voluntaria. La necesidad de "tener
algo para decir" nos lleva a la superficialidad y a la banalización del
discurso público en el que los que nos estamos habituado a "hablar por
hablar", nos sentimos bastante incómodos. En este contexto, no me queda
duda alguna de que el silencio se convierte en un acto sumamente subversivo,
una forma de recuperar la capacidad de escuchar y de pensar.
Recordemos también a
Heidegger, quien por su parte nos invita a reflexionar sobre la relación
existente entre el lenguaje y el ser. Para él, el lenguaje no es sólo un
instrumento de comunicación, sino también una forma de ser en el mundo. Desde
esta perspectiva, el silencio no es la ausencia de lenguaje, es decir, de
significado, sino una forma diferente de lenguaje, una manera de escuchar el
llamado del ser. Ahora bien, es preciso que realicemos aquí una
contraindicación: como en el caso de Heidegger, que jamás se pronunció respecto
a su responsabilidad en tanto miembro del partido Nazi alemán. Esos silencios
no son productivos, porque encubren injusticias y evaden responsabilidades
vitales.
También podemos acudir a
Wittgenstein, quien en su Tractatus afirmaba que "de lo que no se puede
hablar, es mejor callar" (en criollo, "calladito te ves más
bonito"). Esta sentencia no es una invitación al silencio absoluto o a la
censura, sino una reflexión sobre los límites del lenguaje y del conocimiento
en tanto que hay cosas que no se pueden decir con palabras, pero que pueden ser
mostradas a través del silencio. Asimismo, es crucial traer esta reflexión al
presente, en el que parece que se le otorga prestigio a cualquier diletante
estafador que habla bonito y floreado en lugar de cederle la palabra a quienes
son realmente especialistas en los temas concretos. Si cualquier pavo puede
hablar, y además recibe micrófono, atril y cámara, los sabios, lamentablemente,
deciden callar.
Ahora bien, ¿qué lleva a una
persona a sentir la necesidad de hablar sin parar? ¿Cuáles son las motivaciones
que impulsan a alguien a llenar cada espacio de su vida con conversaciones
banales? ¿Por qué algunas personas consideran "prestigioso" no
callarse jamás? ¿Qué impide en estas personas la aparición de la prudencia del
silencio oportuno? Podríamos explorar diversas respuestas a estas preguntas. En
primer lugar, la necesidad de hablar sin parar puede ser una clásica
manifestación de resentimiento e inseguridad. Algunas personas pueden sentir
que sólo son valiosas o interesantes si están constantemente hablando, como si
el silencio las volviera invisibles o insignificantes.
En segundo lugar, hablar
tonterías compulsivamente puede ser una forma de evitar el encuentro con uno
mismo, en tanto que el silencio se torna incómodo porque nos obliga a
confrontar con nuestros propios pensamientos, sentimientos y miedos. Al hablar
constantemente, aparte de molestar a todos los que los rodean, algunas personas
pueden estar tratando de distraerse de esta introspección y evitar la angustia
que puede surgir de ella. En tercer lugar, parlotear sin sentido podría ser
también una manera de buscar validación externa. Al hablar, algunas personas,
sobre todo las más inseguras y violentas, pueden estar buscando la aprobación y
el reconocimiento de los demás, porque sienten que su valor depende de la
atención que reciben y de la respuesta que obtienen de su público.
También, en cuarto lugar,
podemos considerar que este hábito insoportable podría deberse a una forma
triste de ser-en-el-mundo. Sí, triste, porque algunas personas confunden ser
extrovertido y comunicativo con ser invasivo y maleducado. Se trata de seres
humanos que, al abandonar la habitación, pareciera que se haya apagado el
extractor de la cocina y el temblequeo del secarropa: no, no es un talento o
una característica de la personalidad, es falta de respeto, como cuando las
motos no tienen silenciador y nos aturden. No se trata de personas que
disfrutan hablando y compartiendo sus ideas y experiencia con los demás, sino
de sujetos a los cuales no les interesa la comunicación efectiva con los demás,
sino sólo ser escuchados. En este sentido, queridos lectores, la prudencia del
silencio puede ser el antídoto contra la necedad de hablar sin parar. Al
aprender a valorar los silencios, podemos librarnos de la presión de tener que
llevar cada espacio con palabras y podemos crear un espacio particular para la
reflexión, la introspección, el aprendizaje y la escucha.
Para concluir, les ofrezco una
serie de interrogantes que posibiliten la apertura al pensamiento crítico. En
primer lugar, ¿cuántas de las opiniones que decimos son nuestras han nacido de
la reflexión y cuántas del miedo al silencio? En segundo lugar, ¿podemos
escapar de la patética necesidad de encajar en la conversación constante? En
tercer lugar, ¿qué pasaría si aprendiéramos a valorar el silencio tanto o más
como la palabra? La idea de plantear estas preguntas se sustenta en la
necesidad de invitarlos a una reflexión personal, a cuestionar nuestras propias
motivaciones para hablar y a valorar el silencio como herramienta prudente
ideal para el desarrollo del pensamiento crítico y la conexión tanto con uno
mismo como con los demás.
Tal como señaló Pascal,
"la infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de
quedarse quieto en su habitación". Tal vez ya sea el momento de recuperar
el valor del silencio, de aprender a escuchar nuestra propia voz y la del mundo
que nos rodea y de dejar de lado la dictadura del "tener que decir
algo" y de abrazar la libertad del silencio, la cual nos habilita a decir
lo que es necesario y conveniente decir. Queda claro que el silencio puede
ayudarnos a conectarnos con los demás de manera auténtica, porque escuchar en
silencio muestra respeto por lo que dicen los demás y crea un espacio de
diálogo verdadero. Eso sí, es necesario que normalicemos huir de los idiotas
que sólo quieren ser escuchados y que no tienen la menor intención de intercambiar
ideas significativas y de compartir con prudencia los silencios necesarios para
una auténtica comunicación.
Sí, lo sé, la caterva de imberbes, que cada vez crece más, han puesto de moda considerar al silencio como un signo de debilidad. Pero, si hoy hemos aprendido algo, es que se trata de una fuente de fortaleza, puesto que al aprender a valorar los silencios podemos desarrollar una mayor capacidad para pensar, reflexionar y aprender a conectarnos con quienes realmente merecen ser escuchados.