"Cuando se suprime la autoridad del padre,
la vida se convierte en un laberinto sin salida para el hijo"
Erich Fromm, El miedo a la libertad
Bien sabemos que vivimos en un
mundo que a menudo parece empeñado en deconstruir cada pilar de su propia
estructura, y entre ellos, la figura del padre ha emergido como uno de los
blancos más recurrentes en las últimas décadas. A las puertas de la celebración
del día del padre en Argentina, este 15 de junio, se impone una profunda
reflexión sobre cómo el rol paterno, y por extensión la masculinidad misma, ha
sido sistemáticamente bastardeado por ciertas corrientes ideológicas que, bajo
el paraguas del progresismo posmo progre, han sembrado la duda y el desprecio
sobre lo que alguna vez fue un pilar fundamental de la familia y la sociedad.
No se trata aquí de añorar un patriarcado opresor, sino de discernir la
diferencia entre la crítica necesaria y la anulación ideológica.
Nuestro nefasto presente, la
postmodernidad, con su inherente fragmentación y su cuestionamiento de las
grandes narrativas, ha propiciado un terreno fértil para la reevaluación de los
roles de género. Sin embargo, lo que comenzó como una legítima crítica a un
sistema estructurado de relaciones sociales y sus desequilibrios de poder,
derivó en ocasiones hacia una deslegitimación generalizada de la masculinidad
misma. La figura del hombre, y con ella la del padre, ha sido etiquetada y
demonizada bajo la sombra de una opresión histórica que no existe desde hace,
por lo menos, medio siglo.
Al respecto, Jordan B.
Peterson, señala que "la patologización del dominio masculino y la
equiparación de la jerarquía con la tiranía están destruyendo la confianza de
los hombres en su propio potencial constructivo" (Peterson, J.
B. 12 reglas para vivir: Un antídoto al caos, 2018, p. 116). De
esta forma, se gesta una narrativa donde el hombre, en tanto portador de una
masculinidad tradicional, es inherentemente problemático, un agente de
desigualdad cuya autoridad debe ser socavada. Esta crítica, en su versión más
radical, no busca una masculinidad sana y equitativa, sino que parece apuntar a
su erradicación como fuerza natural y cultural significativa.
Este proceso intencional de
deconstrucción ha penetrado el imaginario colectivo, permeando las dinámicas
familiares y la percepción social del rol paterno. El padre, que otrora
representaba la ley, la autoridad y el sostén, ha sido progresivamente desdibujado.
En el afán de romper con moldes rígidos, se ha llegado a proponer la
prescindibilidad de su figura, o peor aún, a representarla como una amenaza
latente. Zygmunt Bauman, al abordar la "modernidad líquida",
describe una fluidez en las relaciones humanas donde los lazos duraderos se
desvanecen. Si bien Bauman no se centra exclusivamente en la figura del padre,
su análisis de la fragilidad de los vínculos y la precarización de las
instituciones tiene bastante relación con la actual disolución del rol paterno.
Al expresar que "las instituciones duraderas que solían
proporcionar una estructura firme para la vida humana están siendo
desmanteladas o se están volviendo cada vez más débiles, efímeras y
provisionales" (Bauman, Z. Modernidad líquida, 2000,
p. 11) nos presenta un panorama claro en el que el padre, como institución
familiar y social, no escapa a esta licuefacción. Su autoridad, antes
incuestionable, se ha diluido en un mar de relativismos, a menudo sin ofrecer
un sustituto que brinde la misma estabilidad y dirección.
El impacto de esta violencia
sistemática no es menor. El rol del padre, entendido clásicamente como el
portador de la ley, el que introduce al niño en el orden simbólico y social más
allá de la díada materna, ha sido objeto de una permanente relativización
intencional. La noción de que la autoridad paterna es intrínsecamente opresiva
ha llevado a que muchos hombres duden de su propio papel, e incluso se inhiban
de ejercer una paternidad que, si bien debe ser amorosa y empática, también
requiere firmeza y establecimiento de límites.
Sobre este último
aspecto, Christopher Lasch, en su obra titulada "La cultura del
narcisismo", aunque escrita en otro contexto, anticipa una sociedad donde
el individualismo y la atomización familiar erosionan la base de la crianza. La
ausencia de figuras paternas fuertes, o la devaluación de su función,
contribuye a la proliferación de personalidades más frágiles y menos aptas para
afrontar los desafíos del mundo exterior. En pocas palabras, si el padre no
representa el vector que conecta al hijo con el mundo externo de las normas y
los desafíos, ¿quién lo hará? La ideología posmo-progre, al vaciar de sentido
el rol paterno, deja un hueco que no puede ser llenado simplemente con la
noción de un progenitor indistinto.
Frente a este panorama triste
e injusto, es imperativo trascender el discurso simplificador y reivindicar la
irremplazable importancia de la figura paterna. No se trata de realizar un
llamado al retorno de modelos obsoletos de autoritarismo, sino de reconocer la
singularidad y la complementariedad del rol del padre en el desarrollo integral
de los hijos y en la estabilidad misma de la sociedad. El padre, en su mejor
expresión, es fuente de seguridad, un modelo de fortaleza y resiliencia, y el
portador de una perspectiva diferente que enriquece la dinámica familiar. Sobre
este aspecto, Jacques Lacan, la función del padre es la introducir la
"ley", el "Nombre del Padre", que permite al sujeto salir
de la relación especular con la madre e ingresar al orden simbólico del
lenguaje y la cultura (Lacan, J. Escritos 1, 1966, p. 280, en
referencia a la función simbólica del padre en el Edipo). Pues bien amigos,
esta función, lejos de ser opresiva, es estructurante, es decir, es lo que
permite al individuo internalizar las normas sociales y diferenciarse,
construyendo su propia identidad sin que ninguna moda pasajera la moldee por
él.
También, es fundamental
destacar que la presencia de un padre comprometido no sólo ofrece una figura de
autoridad amorosa, sino que también fomenta la autonomía, la capacidad de
asumir riesgos y la templanza en los hijos. La figura paterna, con su alteridad
respecto a la madre, ofrece un modelo de relación distinto, vital para la
comprensión de las diferencias de género y la construcción misma de la
identidad sexual. Un padre presente y activo es crucial para el equilibrio
familiar y para la formación de ciudadanos capaces de enfrentar los desafíos de
la vida con responsabilidad y entereza. Despreciar o pretender anular esta
figura es, en última instancia, un acto de autosabotaje social, una renuncia a
una de las fuerzas más potentes y necesarias para la formación de individuos
libres y sociedades cohesionadas.
La precitada denigración
ideológica sobre la figura del padre no se ha limitado al ámbito discursivo,
sino que se ha incrustado violentamente en la realidad social, dejando una
estela de daño y dolor palpable y concreto en la vida de muchos hombres y sus
hijos. Las consecuencias de esta campaña de desprestigio se manifiestan en
escenarios judiciales, en la dinámica familiar y en la percepción pública,
generando una profunda distorsión del vínculo paterno-filial.
Uno de los ejemplos más
lacerantes de este daño se observa en el distanciamiento y la alienación
parental, a menudo facilitados o exacerbados por procesos judiciales. En
innumerables ocasiones, tras una separación conflictiva, se instrumentaliza a
la justicia para alejar a los hijos del padre. Esto puede manifestarse a través
de la obstrucción sistemática del régimen de visitas, la negativa a cumplir con
los acuerdos de tenencia o, incluso, la promoción activa de un rechazo
irracional hacia el padre por parte de la madre.
Aunque el concepto de
alienación parental es debatido en el ámbito psicológico, sus manifestaciones
en la práctica son innegables: niños que, sin razón aparente, se niegan a ver a
sus padres, repiten acusaciones sin fundamento o expresan un miedo infundado
hacia ello, sembrando una brecha emocional que suele ser irreparable. El
sistema judicial, totalmente corrompido y degenerado, en su afán de proteger a
la "parte más vulnerable"- a menudo interpretada automáticamente como
la versión de la madre-, se convierte en cómplice de esta fractura, al no
actuar con la contundencia y objetividad necesaria ante la evidencia de
manipulación o impedimento de contacto.
Aunado a todo esto, las falsas
denuncias emergen como una de las herramientas más perniciosas utilizadas para
destruir la reputación y la relación del padre con sus hijos. En un contexto de
creciente sensibilización sobre la violencia de género, algunas personas,
amparadas en la presunción de veracidad que a menudo acompaña a estas
acusaciones, recurren a imputaciones infundadas o falsas de violencia, abuso o
incumplimiento, para obtener ventajas en litigios de familia o simplemente para
aniquilar la figura paterna en cada caso particular.
Estas denuncias, incluso
cuando posteriormente se demuestran falsas, dejan una huella indeleble. El
proceso judicial en sí mismo es una condena social que implica el escarnio
público, la pérdida del empleo, el estigma social y, lo más doloroso, la suspensión
o limitación inmediata del contacto con los hijos. Como bien apuntaba el
sociólogo y filósofo Jean Baudrillard en su crítica a la simulación y la
hiperrealidad, "la realidad se ha convertido en una imagen, un
signo, y no en un referente de algo que se ha producido en el mundo real" (Baudrillard,
J. Cultura y Simulacro, 1978, p. 7). Pues bien, en el ámbito de estas
acusaciones, la "realidad" construida por la denuncia falsa, la
imagen que proyecta, anula la verdad objetiva y condena al individuo en el
plano simbólico, independientemente de la absolución legal posterior.
Finalmente, tenemos que
mencionar las campañas difamatorias en las redes sociales o en círculos
personales, que complementan este asalto sistemático a la figura paterna.
Espacios que deberían ser de conexión se convierten en foros de linchamiento,
donde la imagen del padre es pulverizada mediante la difusión de rumores,
acusaciones no verificadas y juicios sumarios. Estas campañas buscan aislar al
padre, minar su autoridad ante sus hijos y ante la comunidad y destruir
cualquier posibilidad de una relación sana. La facilidad con la que se
viralizan estas narrativas, sin la necesidad de pruebas o del debido proceso,
crea un ambiente de "justicia paralela" que es devastador para el
padre afectado. Así, amigos míos, la postverdad, concepto tan acuñado en
nuestros tiempos, encuentra en estas prácticas un terreno fértil, donde las
emociones y las creencias priman sobre los hechos objetivos, y donde la
reputación de un padre puede ser demolida sin un juicio justo, simplemente por
la fuerza del relato prevalente que la moda progre avala sin miramientos.
En suma, el discurso de
deconstrucción del padre no se queda en la teoría. Se materializa en acciones
concretas que, al amparo de ciertas lecturas ideológicas y a través de
mecanismos legales o sociales pervertidos, despojan al padre de su lugar, de su
dignidad y, trágicamente, del irrenunciable derecho a ejercer una paternidad
plena y amorosa. Este es el precio de abrazar irracionalmente una ideología
que, en su radicalidad, confunde la lucha por la igualdad con la aniquilación
de uno de los pilares esenciales de la vida familiar.
Para terminar, queridos
lectores, la crítica esbozada a lo largo de este texto no es un lamento
nostálgico por un pasado idealizado, ni una negación de los avances en materia
de igualdad de género. Es, en cambio, una crítica frontal a una ideología que, en
su afán de deconstrucción radical, ha despojado a la figura del padre de su
dignidad, de su valor intrínseco y de su innegable función social. El
progresismo decadente, en su vertiente más dogmática (es decir, la que más
financiamiento ha recibido) ha contribuido a un desprecio sistemático de la
familia como institución fundamental y ha marginado el rol del padre,
concibiéndolo como una reliquia de un patriarcado opresor ya inexistente, en
lugar de reconocer su potencial transformador y fundante.
No es momento de sumarse al
coro que busca disolver las identidades y los roles en una indistinción que
empobrece. Es el momento de reivindicar al padre, no como un vestigio del
pasado, sino como una necesidad imperiosa del presente y del futuro. Es hora de
restaurar la confianza en la masculinidad sana, aquella que se construye sobre
la responsabilidad, la protección, el ejemplo y el amor incondicional. La
familia, en su diversidad de formas, sigue siendo el crisol donde se forjan las
futuras generaciones, y en ese crisol, la figura del padre, con su autoridad
amorosa y su perspectiva única, es irremplazable. Negar este rol, o reducirlo a
la caricatura de un opresor, es debilitar el tejido social y privar a los hijos
de una de las brújulas más importantes para navegar la complejidad de la
existencia humana. Por ello, reivindico al padre, en su autenticidad y su
potencia, como un pilar fundamental para reconstruir un mundo más íntegro y
menos líquido.
LISANDRO PRIETO FEMENÍA