Baudrillard, Simulacros y simulación ,1981, p. 1
Hoy quiero invitarlos a
reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente en nuestro presente, a
saber, la destrucción sistemática y deliberada de la sensibilidad infantil.
Bien sabemos que la infancia es una etapa fundacional de la experiencia humana,
pero hoy se encuentra inmersa en un océano digital que, paradójicamente,
amenaza con anestesiar su capacidad de asombro y conexión con el mundo real.
Plataformas como YouTube y diversos juegos online, diseñados con una astuta
ingeniería de la atención, generan en los infantes una adicción voraz, un
secuestro de su foco cognitivo que los aísla progresivamente de la riqueza
sensorial y emocional de su entorno inmediato. Esta inmersión constante en
estímulos virtuales, a menudo carentes de la complejidad y el matiz de la
realidad, erosiona su sensibilidad, embotando su capacidad de empatía y su
percepción de las sutilezas del mundo que los rodea.
No debemos caer en la
ingenuidad de pensar que esta problemática es una mera consecuencia del avance
de la tecnología, sino que, como señala el filósofo Byung-Chul Han en su
análisis de la sociedad del cansancio, vivimos en una "sociedad del
rendimiento", donde la hiperestimulación y la gratificación inmediata se
erigen como valores supremos. Esta lógica se infiltra fácilmente en el diseño
de los contenidos digitales dirigidos a la infancia, priorizando la adicción
por sobre el desarrollo integral. También, tal y como advierte Sherry Turkle en
su obra "Alone together", la tecnología promete conexión mientras que
al mismo tiempo conduce al aislamiento y a una disminución de la capacidad para
la intimidad y la comprensión emocional profunda. Concretamente, Turkle
sostiene que "hemos creado redes digitales que nos hacen sentir
que estamos juntos, pero que en realidad nos están separando" (op.
cit. 2011, p.18), indicando con ello que es preciso analizar con atención la
desconexión de los seres humanos en general, pero los niños en particular, con
su entorno real.
La potencia adictiva de estos
entornos virtuales radica justamente en su capacidad para liberar dopamina de
manera constante y predecible, generando así un circuito de recompensa que
atrapa la joven mente en un ciclo de búsqueda incesante de nuevas notificaciones,
niveles superados o videos sugeridos. Esta dinámica, como explica el
neurocientífico Michel Desmurget en su obra titulada "La fábrica de
cretinos digitales", tiene consecuencias directas en el desarrollo
cerebral infantil, afectando la atención, la memoria, el lenguaje y las
funciones ejecutivas. En este contexto, la sobreexposición a las pantallas,
según Desmurget, no sólo no enriquece cognitivamente a los niños, sino que
empobrece sus capacidades intelectuales y emocionales: "El cerebro
de un niño no es el de un adulto en miniatura, y su extrema plasticidad lo hace
particularmente vulnerable a las influencias del entorno, incluidas las
pantallas" (op. cit. 2020, p. 78), remarcando con ello que la
vulnerabilidad de las estructuras cerebrales en desarrollo se acentúa ante la
invasión de estímulos digitales diseñados para la captación adictiva.
Incluso si nos remontamos a
los padres del pensamiento occidental, como Platón en su diálogo "La
República", ya advertía sobre los peligros de una educación que no cultiva
adecuadamente la sensibilidad y la razón. Aunque en un contexto totalmente
diferente, la preocupación de Platón por la influencia de las narrativas y los
estímulos en la formación del carácter resuena con la actual problemática de la
exposición infantil a contenidos digitales no supervisados. Puntualmente,
Platón argumentaba que "la educación musical es la más poderosa,
porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia el interior del alma y
se apoderan de ella con la mayor fuerza, trayendo consigo la gracia y haciendo
grácil el alma de aquel que ha sido educado" (Platón, La
República, 401d-e). Si extrapolamos esta idea, podemos reflexionar sobre
cómo la cacofonía de estímulos superficiales y la falta de armonía en los
contenidos digitales pueden estar moldeando las almas jóvenes de manera poco
grácil, achatando su capacidad de resonancia emocional profunda.
Filosóficamente hablando,
también es fundamental establecer aquí el problema que se suscita ante la
urgente necesidad de distinguir entre lo real y lo virtual desde la infancia.
La reflexión sobre la naturaleza de la realidad y su distinción de la virtualidad
es una debate filosófico que se remonta a los orígenes del pensamiento
occidental. Pues bien, para la infancia actual, sumergida en mundos digitales
cada vez más adictivos y seductores, esta distinción adquiere una necesidad de
urgencia sin precedentes. La facilidad con la que los niños pueden transitar
entre la inmediatez tangible de su entorno físico y la abstracción interactiva
de las pantallas plantea interrogantes cruciales sobre su capacidad para
discernir la naturaleza ontológica de cada uno y las implicaciones de esta
confusión en su desarrollo sensible y cognitivo.
Recordemos brevemente a un
clásico como Descartes, quien se planteó la cuestión de la certeza del mundo
exterior y la posibilidad de la ilusión sensorial: su famoso "Cogito, ergo
sum" ("Pienso, luego existo") establecía una base de certeza en
la conciencia individual, pero abría la puerta a la duda sobre la realidad del
mundo percibido a través de los sentidos. Pues bien, en el contexto actual esta
duda se traslada a la experiencia virtual: ¿son las emociones experimentadas en
videojuegos tan "reales" como las sentidas en una interacción cara a
cara? ¿Son las consecuencias de las acciones en un mundo virtual tan
significativas como las que tienen lugar en el mundo físico? Como siempre les
dije a mis alumnos: a diferencia del Mario Bros, aquí se muere una sola vez y
se vive una sola vez y, cuando la barra de salud decae, duele de verdad.
La filosofía nos invita a
analizar críticamente la naturaleza de la experiencia en ambos dominios. La
realidad, en su sentido más fundamental, se caracteriza por su tangibilidad, su
resistencia a nuestra voluntad individual y sus consecuencias físicas y emocionales
directas en nuestro ser y en el de los demás. Implica también la complejidad de
las interacciones humanas no mediadas, la riqueza de los estímulos sensoriales
que van más allá de lo visual y auditivo, y la necesidad de navegar por un
mundo que no siempre se adapta a nuestros deseos y caprichos.
En contraste, la virtualidad,
si bien genera experiencias intensas, es una construcción mediada por la
tecnología. Sus reglas, sus límites y sus consecuencias son definidos por
programadores y diseñadores con indicaciones muy claras. Aunque la inmersión puede
ser profunda, existe una capa subyacente de artificialidad, una desconexión con
las leyes físicas y las contingencias propias del mundo real. La gratificación
instantánea, la posibilidad de reiniciar o deshacer errores, y la ausencia de
las complejas señales no verbales de la comunicación humana terminan generando
una percepción distorsionada de la causalidad, la responsabilidad y la empatía.
La confusión entre lo real y
lo virtual en la infancia también tiene consecuencias significativas en el
desarrollo social. La sobrevaloración de las interacciones virtuales en
detrimento de las reales nos ha llevado a una disminución de las habilidades comunitarias,
una dificultad para interpretar las emociones ajenas en contextos no mediados y
una menor capacidad para afrontar la frustración y la complejidad de las
relaciones interpersonales en el mundo en el que viven personas de carne y
hueso. Por ello, es fundamental que desde una perspectiva filosófica y
pedagógica, ayudemos a los niños a construir una comprensión sólida y
diferenciada de ambos dominios, fomentando un equilibrio saludable entre la
inmersión en el mundo digital y su conexión activa y sensible con la realidad
que los rodea. Esta distinción no es sólo un ejercicio intelectual, sino que se
trata de una necesidad crucial para preservar su capacidad de asombro, su
empatía y su pleno desarrollo como seres humanos en un mundo cada vez más mediatizado
por la tecnología.
Dicho todo esto, ha llegado el
momento de señalar culpables y de analizar la omisión cómplice de familias y
sistemas educativos. La responsabilidad de la precitada creciente
insensibilización infantil no puede recaer únicamente en la idílica
omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas. Por ello, es imperativo
dirigir una crítica severa hacia el rol de lo que queda de lo que antes
llamábamos "familia" y los sistemas educativos, ambos cómplices
silenciosos, ya sea por ignorancia, negligencia o por la internalización
acrítica de los "beneficios" de la digitalización temprana.
Muchas familias, presionadas
por las demandas laborales y la falta de tiempo, encuentran en las pantallas un
recurso fácil para mantener a los niños "entretenidos", sin
dimensionar las consecuencias a largo plazo de esta delegación de la crianza a
algoritmos y contenidos audiovisuales diseñados para la captación y el consumo.
Esta delegación de responsabilidades, como argumenta el pedagogo Francesco
Tonucci en su obra "Con ojos de niño" (2016), priva a los niños de
experiencias vitales fundamentales para el desarrollo, a saber: el juego libre,
la exploración del entorno natural, la interacción social sin mediaciones
tecnológicas, el aburrimiento creativo que impulsa siempre a la imaginación. En
sus palabras, "el niño necesita tocar, oler, probar, correr,
caerse, lastimarse, levantarse. Necesita la experiencia directa para construir
un pensamiento" (Tonucci, 2016). Con ello, y en pocas palabras,
el autor nos está recordando la esencialidad de la experiencia sensorial
directa en la construcción de un psiquismo sano y sensible.
Por otro lado, los sistemas
educativos, atrapados en los curros de la retórica de la "innovación"
y la "integración tecnológica", no han sabido discernir críticamente
entre el uso pedagógico significativo de las herramientas digitales y la mera
incorporación acrítica de pantallas en el aula. En muchos casos, se prioriza la
alfabetización digital instrumental por encima del cultivo de la sensibilidad,
la reflexión crítica y la conexión con el mundo real. En su obra titulada
"Tecnópolis", Neil Postman señala que la adoración ciega y bruta a la
tecnología puede llevarnos a una situación donde "la tecnología no
es un mero instrumento, sino que se convierte en un ambiente total que moldea
nuestra forma de pensar, sentir y actuar" (Postman, 1992, p. 49).
Pues bien, esta advertencia nos viene al pelo para señalar la facilidad con la
que los entornos digitales están moldeando la percepción y la sensibilidad de
los niños.
Volviendo a los clásicos, el
filósofo Jean-Jacques Rousseau, en su obra "Emilio o De la
educación", ya abogaba por una educación que siguiera el ritmo de la
naturaleza del niño y que lo mantuviera alejado de las influencias corruptoras
de la sociedad artificial. Si bien su contexto era pre-digital, su énfasis en
la importancia de la experiencia directa y el desarrollo de los sentidos como
base del conocimiento resuena con la necesidad de proteger a la infancia de una
inmersión prematura y acrítica en el mundo virtual. Rousseau sostuvo que "la
educación del hombre comienza al nacer; antes de hablar, antes de entender, ya
se instruye" (Rousseau, 1762, p. 37), remarcando con ello la
importancia que tienen las primeras experiencias sensoriales, no con una
pantalla, en la formación del individuo.
A esta altura, no alcanza con
señalar la problemática y sus claros responsables. Es crucial, para concluir
esta reflexión, abrir interrogantes que nos impulsen a la acción y a la
búsqueda de alternativas. ¿Cómo podemos reeducar la mirada de las familias y
los educadores para que prioricen el desarrollo integral de la infancia por
encima de la comodidad de la pantalla? ¿Qué estrategias pedagógicas pueden
contrarrestar la fuerza adictiva de los entornos virtuales y fomentar en los
pequeños alumnos una conexión profunda y significativa con su entorno sensible?
¿Cómo podemos diseñar tecnologías y contenidos digitales que promuevan la
curiosidad genuina, la creatividad y la empatía en lugar de la pasividad, la
violencia y la insensibilización?
Las respuestas a estas
preguntas no son sencillas y requieren de un abordaje multidisciplinar que
involucre filósofos, pedagogos, psicólogos, neurocientíficos, diseñadores de
tecnología, programadores y, fundamentalmente, a las propias familias y a los niños.
Es imperativo repensar nuestro modelo de sociedad, donde la lógica de mercado y
la híper-estimulación no sacrifiquen la riqueza de la experiencia infantil y la
capacidad de asombro ante la belleza y la complejidad del mundo real.
La insensibilización
intencional de la infancia no es solo un problema individual, sino una crisis
social global que exige una reflexión profunda y una acción colectiva urgente.
Como sentenció el poeta T.S. Eliot, "¿Dónde está la sabiduría que
hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido
en la información? (Eliot, T. S., El Roque. Faber and Faber, 1934, p.
96). Esta pregunta debe interpelarnos directamente con el tipo de
"información" y "conocimiento" que estamos transmitiendo a
nuestros hijos a través de las pantallas y si realmente estamos cultivando la
sabiduría y la sensibilidad que necesitan para florecer como seres humanos no
idiotas. La pregunta final que debemos hacernos es: ¿qué tipo de seres humanos
estamos permitiendo que se desarrollen en esta vorágine digital y qué futuro
estamos construyendo para ellos y con ellos?
LISANDRO PRIETO FEMENÍA