"Me olvidé de vivir"- «J'ai oublié de vivre»
Pierre Billon y Jacques Revaux, cantada por Julio Iglesias
Bien sabemos que la expresión
"muerte súbita" evoca una imagen impactante: el fin abrupto e
inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el
ámbito médico, se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones
vitales. Pero, ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final
físico, sino al final de una forma de vivir? Pues bien amigos, les propongo la
metáfora "morir de vida súbita" para comprender la tragedia que
representa una existencia inauténtica, una vida que se desperdicia hasta el
punto de que, cuando la conciencia de la inmanencia de la muerte golpea, ya es
demasiado tarde para empezar a vivir verdaderamente.
Este tipo de reflexiones, poco
comunes en los medios de comunicación tradicionales, nos sumerge en las
profundidades de la filosofía existencialista, donde la autenticidad, la
conciencia de la finitud y la vivencia del tiempo son pilares fundamentales. Grandes
pensadores y filósofos como Heidegger, Sartre y el propio Miguel de Unamuno
exploraron con vehemencia la relación entre nuestra existencia y la muerte, no
como un evento futuro, sino como una posibilidad que está siempre presente y
que configura nuestro ser.
En primer lugar, miremos la
inautenticidad como una huida de la angustia mediante una sed de inmortalidad.
Para Martin Heidegger, en su obra cumbre "Ser y Tiempo", la
existencia humana es un "ser-para-la-muerte" (Sein zum Tode).
Así, la muerte no es simplemente un final, sino una posibilidad ineludible que
nos singulariza y nos confronta con la finitud de nuestro ser. Sin embargo,
el Dasein (el "ser-ahí", o sea, nosotros, los seres
humanos) tiende a evadir esta confrontación, refugiándose en la existencia
banal o inauténtica.
Cuando Heidegger expresa
que "la huida ante la muerte es la inautenticidad del
Dasein." (Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad. Jorge
Eduardo Rivera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, §50, p. 288),
nos indica que el Dasein se sumerge en el "uno" (das
Man), una forma de existencia impersonal donde las decisiones, los valores
y el sentido de la vida son dictados por la masa, por lo que "se
dice" o "se hace". Vivimos conforme a expectativas externas,
cumpliendo roles preestablecidos, persiguiendo metas que no son intrínsecamente
nuestras. Así, la vida se convierte en una serie de acciones mecánicas,
desprovistas de verdadero compromiso y significado personal o colectivo
mientras que la angustia, ante la propia singularidad y la responsabilidad de
la libertad, se disuelve en la comodidad patética del anonimato colectivo: uno
pasa a ser "uno más" entre los demás.
Aquí es donde los ecos del
gran Miguel de Unamuno resuenan con fuerza. En su monumental obra titulada
"Del sentimiento trágico de la vida", Unamuno ahonda en la "sed
de inmortalidad" como la raíz más profunda de la existencia humana. Para
él, la razón nos condena a la finitud, pero el corazón, el sentimiento, se
revela contra ella, anhelando la eternidad. Sin embargo, esta sed puede llevar
a una vida inauténtica si se convierte en una evasión de la realidad del
presente. Unamuno lo plantea con una contundencia desgarradora:
"Y no es la muerte
misma lo que más me horroriza, sino la muerte de la vida que me hace creer que
no tengo que vivirla, o que la vivo en un sueño, sino el horror de ver que mi
vida se me va y se me lleva." (Unamuno, M. Del
sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Madrid:
Austral, 2011, Cap. I, "El hombre de carne y hueso", p. 19). Esta
"muerte de la vida" a la que se refiere el pensador español es la
parálisis existencial que produce el miedo a la muerte o, paradójicamente, la
negación de su inminencia, lo que nos lleva a posponer la verdadera vivencia.
Por su parte, Jean- Paul
Sartre desarrolla el concepto de "mala fe" (mauvaise foi) en
su obra "El ser y la nada". Para él, el ser humano está
"condenado a ser libre", en tanto que somos responsables de nuestras
elecciones y de la construcción de nuestro propio sentido. Sin embargo, a
menudo intentamos escapar de esta libertad, fingiendo que somos cosas, que
estamos determinados por circunstancias externas o por una esencia preexistente
a la nuestra.
"El hombre es lo
que hace con lo que han hecho de él." (Sartre, J.-P. Cahiers pour une morale. Trad.
Guillermo de la Cruz. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 55).
Pues bien, en ese contexto, la
mala fe es precisamente el autoengaño, la negación de nuestra absoluta libertad
y responsabilidad ante nuestra propia vida. Al vivir en estado de "mala
fe", nos volvemos autómatas, reaccionando a las circunstancias en lugar de
actuar desde una conciencia auténtica de nuestra capacidad de elegir en
libertad. Posponemos la verdadera vida, convencidos de que "algún
día" comenzaremos a vivir plenamente, cuando las condiciones sean
adecuadas o perfectas, cuando seamos "suficientemente" esto o
aquello.
En medio de todo esto, no
podemos olvidar lo esencial, a saber, la temporalidad y su vínculo con la
inautenticidad de una vida que pudo ser y no fue. Tengamos en cuenta que la
temporalidad es el telón de fondo sobre el cual se desarrolla esta tragedia que
llamamos vida: nuestra existencia se despliega en el tiempo, un flujo constante
que avanza irreversiblemente, nos guste o no. Sin embargo, la vida inauténtica
se caracteriza por abrazar una relación distorsionada con el tiempo: en lugar
de vivir plenamente el presente, nos anclamos en un pasado que ya no existe o
proyectamos nuestra felicidad a un futuro completamente incierto.
La persona que "muere de
vida súbita" es aquella que ha confundido el transcurrir del tiempo con la
vivencia del tiempo. Ha permitido que las horas, los días, los meses y los años
se sucedan mecánicamente, sin llenarlos de significado, de decisiones
auténticas o de experiencias genuinas. La inautenticidad nos impide habitar
plenamente nuestro "ahora", ya sea por la nostalgia de un pasado
idealizado o por la expectativa de un futuro que nunca llega a ser presente.
Así, el tiempo se convierte en un verdugo silencioso, un río que fluye sin que
nos atrevamos a sumergirnos en sus aguas (es decir, propiamente, vivir).
Sobre esta relación con el
tiempo, el filósofo romano Séneca nos ofrece una perspectiva contundente en sus
"Cartas a Lucilio"- En ellas, deplora la forma en que la mayoría de
los hombres desperdician su tiempo, considerándolo una fuente inagotable, en
lugar de un recurso escaso y precioso. También, nos advierte contra la
procrastinación, ese vicio de posponer permanentemente lo necesario y abocar la
vida en orientación hacia un futuro ilusorio:
"La mayor parte de
los mortales, oh Lucilio, se lamenta de la maldad de la naturaleza, porque
nacemos para un espacio breve de tiempo, y este período, tan limitado,
transcurre con tanta rapidez que, excepto muy pocos, el resto abandona la vida
cuando apenas se preparaba para vivir." (Séneca,
Lucio Anneo. Cartas a Lucilio. Vol. I, Libro I, Carta 1,
"Sobre el aprovechamiento del tiempo". Trad. Vicente Serrano. Madrid:
Gredos, 1986, p. 11).
En definitiva, Séneca nos
exhorta a vivir cada día como si fuera el último, a tomar conciencia de la
finitud del tiempo y a no diferir las acciones que dan sentido a nuestra
existencia. La vida inauténtica, en este sentido puntal, es la vida postergada,
la vida que se vive "en el futuro", mientras el presente se escurre
inútilmente sin ser habitado.
La metáfora que acuñamos aquí,
"morir de vida súbita", encapsula la tragedia de esta existencia
inauténtica. Es el momento en que la conciencia de la propia finitud irrumpe
con una brutalidad similar a la de un infarto. De repente, la persona se ve
cara a cara con el hecho ineludible de que el tiempo se agota y ve a la muerte,
antes un concepto abstracto y lejano, materializada como una realidad
inminente.
En ese instante de lucidez, la
persona comprende que ha vivido una vida de prórroga, que ha pospuesto la
autenticidad, la pasión, la felicidad y la búsqueda de su verdadero ser. Las
oportunidades de vivir plenamente se desvanecieron una tras otras, engullidas
por la inercia, el miedo, la mediocridad o la distracción. Y lo más desgarrador
de todo esto es la constatación de que ya es tarde: el tiempo para rectificar,
para experimentar, para ser verdaderamente, se ha agotado y no vuelve más,
nunca más. La vida ha pasado, y el arrepentimiento se vuelve una carga
insoportable.
Esta experiencia del despertar
tardío resuena con la angustia descrita por el gran Sócrates en su defensa ante
el tribunal. Aunque no se refería directamente a la muerte súbita, su
admonición sobre una vida no examinada subraya la tragedia de una existencia
que ha ignorado la reflexión y el autoconocimiento. En la "Apología de
Sócrates", de Platón, Sócrates declara con contundencia que "una
vida sin examen no es digna de ser vivida por un hombre", indicando
con ello que la falta de pensamiento, la ausencia de una vida reflexionada y
consciente, nos lleva a la inautenticidad más patética: es como haber estado
por aquí, en lugar de haber vivido propiamente. En este contexto, "morir
de vida súbita" es, en esencia, el momento en que esta falta de examen se
revela con su crudeza más dolorosa: la vida ya no tiene remedio, porque nunca
fue verdaderamente cuestionada ni vivida a conciencia.
Ahora, cuando la conciencia de
la "muerte de vida súbita" golpea, la principal consecuencia es un
lamento profundo, una lamentación que no es simplemente tristeza, sino una
forma de dolor existencial. No se llora tanto la pérdida de la vida física,
sino la pérdida de la vida que pudo haber sido y no fue. Este sentimiento es un
reconocimiento amargo de las oportunidades perdidas, las pasiones no
perseguidas y la autenticidad sacrificada en el altar de la inercia, la
mentecatez y el conformismo chato. Es, en definitiva, la realización de que se
ha sido un espectador de la propia existencia, en lugar de ser su protagonista
principal.
Este sollozo entronca
directamente con las reflexiones de Arthur Schopenhauer sobre el sufrimiento
inherente a la existencia humana, aunque él lo abordaba desde una perspectiva
más universal. Para Schopenhauer, la vida es oscilación entre el deseo y el aburrimiento,
y el dolor surge del deseo insatisfecho. En el contexto de la "vida
súbita", el lamento es el deseo insatisfecho de una vida auténtica, de una
existencia plena que se dejó escapar. No es tanto un dolor por lo que hay,
sino por lo que no hay y nunca habrá.
Recordemos que Schopenhauer,
en su obra "El mundo como voluntad y representación", argumentaba que
el sufrimiento es la esencia de la vida, pero en nuestro caso, este sufrimiento
se agudiza por la conciencia de haberlo provocado uno mismo por inacción.
Aunque el autor se refiere al dolor de la voluntad en general, su visión de la
insatisfacción y el anhelo como fuentes de sufrimiento resuena poderosamente
con el lamento de quien se da cuenta que su vida no ha sido vivida. El
obstáculo aquí no es externo, sino la propia falta de voluntad para vivir
auténticamente.
"El dolor no es
algo ajeno a la voluntad, sino que es la voluntad misma, en tanto que es
objetivada como cuerpo y en tanto que es afectada por obstáculos." (Schopenhauer,
Arthur. El mundo como voluntad y representación. Vol. I, Libro IV,
§ 56. Trad. Roberto Aramayo. Madrid: Trotta, 2005, p. 376).
Este lamento es un "haber
sido sin haber llegado a ser", es decir, es el eco de las voces internas
que fueron silenciadas, de los caminos alternativos que nunca se tomaron. Es
una aflicción que consume, ya que se nutre de la certeza de lo irrecuperable.
La "muerte de vida súbita" no sólo es un fin abrupto, sino también la
condena a un lamento eterno por la existencia que se perdió, no en el morir,
sino en el vivir. La inautenticidad nos condena a una existencia fugaz, donde
el final llega sin haber habitado plenamente el camino. Sí, lo sé, no es un
texto agradable, pero al menos los invita a una reflexión profunda sobre la
urgencia de vivir con intensidad y autenticidad cada instante, antes de que
"algún día" se convierta en "demasiado tarde".
Lisandro Prieto Femenía