"La violencia es el miedo a los ideales de los demás"
Mahatma Gandhi
La reciente noticia del
asesinato de Charlie Kirk nos golpea como un hecho que es íntimo y público al
mismo tiempo: íntimo porque su vida- con su historia, proyectos, familia y
afectos- se apaga para siempre y público porque su muerte se inscribe en un espacio
político saturado de tensión, retórica agresiva y prácticas que han ido
normalizando la violencia sistémica. Si aceptamos que la política no es sólo un
discurso sino también disposición de fuerzas y permeación moral, entonces
conviene preguntarnos cómo hemos llegado a este punto decadente y qué
significan, filosóficamente, estos actos deplorables. En pocas palabras,
queridos lectores, hoy nos proponemos leer un crimen en clave de violencia
sistematizada y naturalizada, atendiendo a ciertas reflexiones que nos ayuden a
iluminar sus raíces culturales, mediáticas y éticas.
Para comprender la
normalización de la violencia, es preciso asumir el proceso de lentificación
del asombro: vivimos en la tendencia a que lo sorprendente se haga cotidiano.
Al respecto, Hannah Arendt, en su obra "Sobre la violencia" (1970),
distingue cuidadosamente entre poder y violencia y declara que "el
poder y la violencia no son la misma cosa, y cuando se agota el poder, la
violencia emerge como sustituto" (Arendt, 1970, p. 44). En este
sentido, Arendt nos está alertando sobre la degradación del espacio político,
sobre todo cuando la violencia aparece como un medio para sostener fines que el
poder legítimo ya no puede garantizar. Aplicado a nuestro patético presente,
esto significa que la violencia deja de ser una excepción para
convertirse en una regla o un recurso instrumental legitimado por narrativas
que presentan a "el otro" como una amenaza digna de aniquilar. Así,
el asesinato de una figura pública se vuelve parte de un continuum donde
silenciar al rival- por la fuerza, por el insulto o por la cancelación- se
asume cada vez más como "otra forma de hacer política".
Por su parte, Zygmunt Bauman
nos aporta una clave sociológica que complementa la lectura arendtiana. En su
obra "Modernidad y Holocausto" (1989) muestra cómo las prácticas
modernas pueden burocratizar la violencia y hacerla técnicamente eficiente,
pero también invisibilizar su carácter estrictamente moral. Bauman escribe que
la modernidad "organiza la indiferencia" y que las tecnologías
sociales y administrativas transforman la violencia en algo impersonal y
normalizado (Bauman, 1989). Pues bien, cuando los medios masivos de
comunicación, las redes y ciertas estrategias políticas alimentan una atmósfera
de miedo y enemistad, los asesinos políticos dejan de ser aberraciones
incomprensibles y pasan a encajar dentro de una narrativa
más amplia- la de la enemistad sistemática- que facilita su
repetición.
Ahora bien, para comprender
con mayor claridad este fenómeno, también es preciso comprender el vínculo
existente entre la violencia, el poder y la disciplina. El abanderado de los
filósofos posmo-progres, Michel Foucault- especialmente en "Vigilar y
castigar" (1975)- desplaza el foco desde el agente aislado hacia las
técnicas y los dispositivos que hacen que la violencia sea eficaz y cotidiana.
Foucault afirma que las sociedades modernas producen "sujetos"
disciplinados mediante una red de instituciones y de prácticas que normalizan
la observación, la sanción y la exclusión (Foucault, 1975). Desde este punto de
vista, la violencia sistematizada, entonces, no es sólo la acción de individuos
violentos, sino el resultado de dispositivos que configuraron la sensibilidad
social: lenguaje, procedimientos policiales, arquitectura mediática, y
protocolos de deshumanización. En este entramado teórico, la muerte de Kirk
puede entenderse como un instante en que esas tecnologías de exclusión alcanzan
su efecto más radical.
Seguidamente, es crucial
entender cómo se ha instrumentalizado la tensión mediante la propaganda y la
polarización. En este sentido, Noam Chomsky, en "La fabricación del
consentimiento" (1988, con Edward S. Herman), explicita cómo los medios y los
intereses económicos y políticos moldean la opinión pública mediante marcos,
silencios y amplificaciones selectivas, meticulosamente estudiadas,
porque "la propaganda es a la democracia lo que la violencia es a
una dictadura". Esta síntesis de su crítica nos recuerda que no sólo
existen actos de violencia física, sino estructuras que los preparan
culturalmente. Si ciertas agendas políticas explotan el resentimiento, la
indignación y la deshumanización, están creando condiciones propicias para que
la violencia deje de ser una anomalía y se convierta en posible consecuencia de
un tejido retórico homicida que goce de cierta legitimidad. Por lo tanto, la
responsabilidad no recae únicamente en quienes empuñan el arma, sino también en
quienes cultivan a diario la hostilidad desde púlpitos mediáticos y discursivos
muy influyentes.
En este contexto, Walter
Benjamin nos ofrece un prisma esencial y complejo para pensar la violencia
política. En "Sobre el concepto de historia" (Tesis IX,
1942) y
en "Crítica de la violencia" (1921), distingue entre "violencia
mítica" y "violencia divina/crítica". En "Critica de la
violencia" sostiene que "la violencia que crea derecho
'constituyente' y la que persevera el derecho 'constituto' son de una especie
diferente" (Benjamin, 1921). Tengamos en cuenta que para Benjamin
muchas formas de violencia se naturalizan bajo la noción de que sostienen un
orden jurídico- es la violencia que "preserva" lo existente-; frente
a ella existe una violencia crítica, que pretende fundar un nuevo orden, aunque
ésta también es problemática éticamente.
Aplicado al caso presente, el
marco benjaminiano obliga a interrogarnos sobre quiénes definen qué violencia
es "legítima" y cómo los discursos políticos justifican- explícita o
implícitamente- ciertas prácticas violentas en nombre de la seguridad, la
identidad o la "salvaguarda" del orden. Además, nuestro autor
advierte sobre la idolatría del progreso y sobre cómo la historia oficial
tiende a invisibilizar ciertas rupturas y catástrofes, en tanto que la
naturalización de la violencia política puede ser vista como una forma de
historicidad falseada que normaliza la agresión y olvida a las víctimas. Su
distinción resulta útil porque no basta declarar la violencia como
"necesaria" para el mantenimiento del orden, sino que hay que
preguntarse por los fines, los procedimientos y quién paga el precio.
Ahora bien, para enfocar este
problema desde el prisma de la vulnerabilidad, la deshumanización y la ética de
la respuesta, es conveniente para algunos recurrir a la lectura posmo-progre de
Judith Butler, quien en "Marcos de guerra" (2009) enfatiza que la
política se funda en la forma en que las sociedades reconocen (o niegan) la
vida de ciertos cuerpos. "Lo que cuenta como vida humana y lo que
cuenta como figura de pérdida se organiza políticamente" (Butler,
2009), sostiene la filósofa. Desde aquí, burlarse de la muerte (mediante
asesinato público) de alguien no es un gesto menor, sino un acto de
deshumanización simbólica: convierte la pérdida en entretenimiento y borra la
responsabilidad ética. El humor que celebra la eliminación del otro participa
de la misma lógica que desactiva la empatía y facilita la repetición de la
violencia en un bucle interminable.
En términos prácticos, pensar
la respuesta ética exige romper con la complicidad- activa o pasiva- que
legitima la deshumanización. Esto implica exigir responsabilidades mediáticas,
demandar mecanismos claros de sanción ante discursos incitantes, y promover
pedagogías públicas que recuperen la capacidad de indignación moral frente a la
pérdida humana, cualquiera que sea la filiación del fallecido.
Estamos, desde hace tiempo,
inmersos en un mundo que ha banalizado el mal, y parece no molestarle mucho.
Hannah Arendt, al estudiar la banalidad del mal, nos mostró cómo el mal puede
institucionalizarse y volverse corriente cuando sistémicamente se fragmenta la
responsabilidad moral. Si la sociedad riñe y se burla públicamente de un
asesinato cobarde, hemos dado un paso más: hemos neutralizado la capacidad
colectiva de ver al otro como portador de derechos morales inalienables.
Cualquier meme o declaración en redes sociales que celebra la muerte no es un
acto íntimo, sino que forma parte de una práctica pública que relativiza el
crimen y reduce la posibilidad de justicia restaurativa o crítica.
En conclusión, queridos
lectores, de más está decir que condenamos con la máxima firmeza el asesinato
de Charlie Kirk y condenamos, asimismo, con igual rotundidad, las burlas, la
instrumentalización y la celebración pública de su muerte por un considerable
séquito de desquiciados con acceso a internet. Todas esas manifestaciones
detestables son formas de banalización de la violencia y del mal. Cuando el
espectáculo sustituye al duelo y la mofa suprime la reflexión, la comunidad
política demuestra que ha perdido el sentido mínimo de lo que supone la vida
compartida. No hay equilibrio moral en relativizar una vida porque se disiente
de sus ideas. La justicia exige investigación, sanción y, sobre todo, un examen
crítico de las prácticas discursivas que hacen posible que alguien crea que un
homicidio de esta índole es justificable.
Finalizo, como siempre, con
algunas preguntas. ¿Qué fuerzas- mediáticas, políticas, económicas- han
cultivado la atmósfera que hace posible la violencia política? ¿De qué manera
nuestras propias prácticas de consumo informativo y de redes sociales contribuyen
a la deshumanización del otro? ¿Cómo distinguir entre violencia
"constituyente" y "violencia preservadora" sin caer en
justificaciones peligrosas? ¿Qué medidas institucionales y culturales serían
necesarias para restituir la capacidad colectiva de indignación moral frente a
un asesinato, cualquiera sea el sujeto?
Cerrar con estas preguntas no
es renunciar a las posibles respuestas, sino que es insistir en que la
respuesta ética exige trabajo público, memoria crítica y reformas que
desactiven la lógica de la tensión como instrumento político. Encarando estas
preguntas con seriedad, algo que jamás harán los degenerados que nos gobiernan
en occidente, podremos empezar a revertir la tendencia a naturalizar la
violencia y proteger la dignidad humana en tiempos de polarización exacerbada.
Lisandro Prieto Femenía