Por Román Reynoso para Mundo
Norte
Jorge Luis Borges, esa
figura central de nuestro canon literario que hizo de los laberintos y los
espejos su marca registrada, solía arrojar sentencias que funcionaban como
dagas precisas contra la hipocresía social. En una era dominada por la imagen y
la construcción del "yo" digital, una de sus frases cobra hoy una
vigencia arrolladora: "Uno puede fingir muchas cosas, incluso
inteligencia. Lo que no se puede fingir es la felicidad".
Esta afirmación, nos invita a
un análisis profundo sobre la disociación entre lo que mostramos y lo que
verdaderamente nos atraviesa. Borges, a menudo percibido como un intelectual
frío o distante, entendía sin embargo que la felicidad no es una construcción
retórica, sino un estado fisiológico y espiritual que no sabe de máscaras.
La inteligencia se actúa; la
dicha, se transpira
La premisa borgeana es letal
porque ataca directamente a la vanidad. En los círculos académicos o laborales,
es posible —y hasta frecuente— simular inteligencia. El silencio oportuno, la
cita memorizada o la postura grave pueden construir una fachada de sabiduría.
Sin embargo, la felicidad es una energía que nos delata. Como bien señala el
análisis de la fuente citada, esta emoción se manifiesta en la
microgestualidad: la mirada, el tono de voz y la postura corporal poseen una
vibración que ninguna técnica de actuación puede replicar de manera sostenida.
El costo psicológico de la
impostura
Más allá de la literatura, la
psicología contemporánea respalda la intuición del autor de El Aleph.
Intentar sostener una felicidad ficticia genera lo que los expertos denominan
"disonancia emocional". El psicólogo Daniel Wegner lo describió como
el "efecto rebote": cuanto más esfuerzo dedicamos a reprimir un
estado de ánimo negativo para imponer una sonrisa social, con más fuerza emerge
el malestar original.
En la actual "sociedad
del cansancio", concepto acuñado por el filósofo Byung-Chul Han, la
obligación de ser felices se ha convertido en un mandato opresivo. Borges, con
su agudeza habitual, ya nos advertía que ese camino es estéril. La verdadera
felicidad requiere coherencia y, paradójicamente, la aceptación de la tristeza.
No hay luz sin sombra.
En tiempos donde las redes sociales nos empujan a ser directores de nuestra propia película perfecta, volver a Borges es un acto de resistencia. Su lección es clara: podemos engañar al algoritmo y quizás al vecino, pero el cuerpo y el alma no saben mentir. La felicidad, cuando es genuina, no se anuncia; simplemente se vive.
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