"El perdón es el remedio para los corazones heridos;
es el vínculo que restablece la paz del alma"
San Agustín, Confesiones, Libro X, Cap. XXXIII
En la presente oportunidad
presentamos la tercera entrega de la saga denominada "El sentido de la
navidad", en la cual intentaremos reflexionar sobre dos pilares esenciales
de la celebración: la humanidad y la humildad. En su esencia más profunda, la
navidad nos interpela como individuos y como sociedad, enfrentándonos a
cuestiones éticas, espirituales y filosóficas, si es que la consideramos como
un tiempo sagrado ideal para pensar y no para gastar nuestro aguinaldo en cosas
que no necesitamos.
Más allá de su dimensión
religiosa, porque aquí me pueden leer todos, crean o no en un Dios, la
natividad nos invita a profundizar sobre el sentido de nuestra humanidad, sobre
el valor del prójimo (nuestros "próximos") y sobre el lugar que ocupan
la humildad y la solidaridad en nuestras vidas. Retomando el sentido de los dos
textos anteriores, es preciso recordar que la navidad puede ser comprendida
como un momento de restauración del vínculo humano, de crítica consciente al
consumismo que degrada sus valores esenciales, y de esperanza para un mundo que
se muestra cada vez más dividido.
Desde una perspectiva
filosófica, esta celebración encarna valores fundamentales para la convivencia
humana, motivo por el cual es necesario pensar en la solidaridad, entendida
como la capacidad de identificarnos con las necesidades del otro, algo que se
vuelve especialmente relevante en esta época en la que mientras muchos celebran
tirando la casa por la ventana, otros comen de la basura sus restos la mañana
siguiente. Según Dietrich Bonhoeffer, la comunidad humana no se sostiene por
discursos grandilocuentes, sino por pequeños y repetidos actos de amor y
responsabilidad: en este mundo, marcado por la alienación y el individualismo,
la navidad es un recordatorio de nuestra interdependencia y de la urgencia de
tender puentes.
Dicho esto, podemos pensar
entonces en otro concepto que es fundamental en este contexto, a saber, la
reconciliación, que representa otro pilar central de lo que suele llamarse
"el espíritu navideño" que tiene sus raíces en la tradición cristiana,
pero también puede ser comprendida desde un marco ético secular respetuoso. Al
respecto, Hannah Arendt, en su obra "La condición humana", señaló que
el perdón es una acción que rompe el ciclo interminable de venganza y
resentimiento, creando la posibilidad de un nuevo comienzo.
"Sin ser perdonados,
liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad de
actuar quedaría, por así decirlo, confinada al único acto que la inició"
Arendt, 1958/2005, p. 337.
La navidad, como tiempo de
reconciliación, nos desafía a perdonar, no como un acto de debilidad (así lo
venden los ideólogos posmodernos), no, sino como un gesto de fortaleza moral que renueva las
relaciones humanas, comúnmente rotas por cuestiones de ego, orgullo, avaricia y
mezquindad. Además, la compasión, entendida como un "sufrir con el
otro", nos remite al corazón de la ética del cuidado defendida por
teólogos como Jürgen Moltmann, quien indicaba que la navidad no solo celebra un
acontecimiento divino, sino que nos llama a una transformación ética: "Si
Dios se encarna en lo humano, entonces cada vida humana tiene un valor
sagrado". Este enfoque se centra en la importancia de mirar a nuestro
prójimo no como un medio para nuestros fines (es decir, como
"útiles"), sino como un fin en sí mismo.
¿Quién no tiene vínculos rotos
que redimir? De esto se trata, porque la reflexión sobre la reconciliación es
uno de los aspectos más desafiantes del espíritu navideño. No se trata
meramente de un gesto de buena voluntad temporal, sino de una acción ética
edificante que implica un compromiso transformador hacia los demás y hacia uno
mismo. En un modo de vida fracturado por el resentimiento, las grietas
innecesarias y el egoísmo, la
reconciliación emerge como una tarea urgente para restablecer los vínculos humanos
que sostienen a la humanidad.
Retomando a Arendt, el perdón
no anula, en absoluto, la responsabilidad, sino que permite la libertad de
comenzar de nuevo en tanto que "es el único acto capaz de deshacer las
consecuencias de las acciones pasadas". Lejos de ser una actitud de los
giles a los que la sociedad abusiva toma de bobos, el perdón es un acto de
valentía como ningún otro porque implica un reconocimiento recíproco para
cerrar heridas, para no olvidar el pasado, sino para dar lugar a un futuro
compartido: perdonar es propio de almas magnánimas, no de débiles.
Por su parte, Paul Ricoeur en
"La memoria, la historia, el olvido", profundizó en este aspecto de
la reconciliación como un proceso que abarca tanto el ámbito individual como el
social: para él, la reconciliación implicaba una relectura del pasado que no
niegue los conflictos, sino que los trascienda a través del reconocimiento
mutuo y la justicia. En este sentido, la navidad es una oportunidad para mirar
al otro, no desde el juicio, sino desde la compasión que permite sanar las
fracturas personales y sociales.
"El reconocimiento mutuo
no es solo una condición para la paz, sino también el punto de partida de una
vida justa"
Ricoeur, 2000, p. 89.
Desde un punto de vista
teológico, la reconciliación es un concepto central que encuentra su raíz en el
misterio de la encarnación. Según
Bonhoeffer, la encarnación de Dios en Jesús simboliza el acto supremo de reconciliación
entre lo divino y lo humano, porque Dios no vino al mundo a juzgarlo, sino a
salvarlo a través del amor. Esta reconciliación divina no sólo es un evento
trascendental, sino un modelo ético para las relaciones humanas en tanto que la
navidad nos invita a imitar esta lógica reconciliadora en nuestras
interacciones cotidianas, promoviendo el entendimiento y la unidad.
"Dios no nos guía hacia
un ideal abstracto de reconciliación, sino hacia el prójimo concreto. No hay
reconciliación con Dios sin reconciliación con el otro"
Bonhoeffer, 1937/2005, p. 69.
Por su parte, Jürgen Moltmann
en su obra "El Dios crucificado", conecta la reconciliación con el
sufrimiento compartido, porque para él la verdadera reconciliación no es
superficial ni rápida, sino que requiere un proceso de identificación con el
dolor ajeno y una voluntad genuina de restaurar aquello que se encuentra
dañado. Esta visión nos recuerda que el perdón es un acto de coraje que
trasciende los intereses individuales y busca el bienestar colectivo.
"Donde Dios está
presente, las heridas del mundo son sanadas no por la negación del sufrimiento,
sino por su transformación en esperanza"
Moltmann, 1972, p. 88.
No es casual tampoco que Karl
Rahner, en su obra "El contenido de la fe", sostuviera que la
reconciliación sólo es posible cuando dejamos de lado nuestro orgullo y
reconocemos nuestra propia fragilidad, ya que "sólo quienes reconocen sus
propias faltas, pueden abrirse al perdón y
a la restauración". Este mensaje replica profundamente en el
contexto navideño, donde el gesto de perdonar y de buscar el perdón refleja la
esencia misma de la celebración que convoca a la reunión, no a la división y a
la soledad forzada por el rencor.
"La reconciliación no es
una acción unilateral, sino un intercambio donde ambas partes renuncian a algo
para construir una nueva relación"
Rahner, 1978, p. 46.
Habiendo interpretado a la
reconciliación como un acto de resistencia al odio y al individualismo
imperante en nuestro contexto social postmoderno, marcado por las divisiones y
el aumento de la intolerancia, es preciso entonces enmarcarla como una actitud
valiente que confronta éticamente las tensiones y las diferencias que nos
separan para construir un terreno común.
Es más, podemos acudir a uno
de los principales ideólogos del posmo-progresismo deconstructivo que nos toca
vivir hoy, Jacques Derrida, y encontraremos algo revelador. En "El siglo y
el perdón" advierte que el acto de perdonar es intrínsecamente paradójico:
perdonar lo imperdonable sería el único perdón verdadero. Aunque la idea parece
desafiante, rescata la profundidad de la reconciliación como un acto radical
que no busca justicia retributiva, sino una transformación de las relaciones
humanas. En el contexto navideño, esto significa no solo reconciliarse con
quienes nos rodean, sino también con uno mismo ya que, muchas veces, el mayor
obstáculo para la reconciliación es la incapacidad de perdonarnos por nuestras
propias fallas. Pues bien, la navidad nos llama a aceptar nuestras
imperfecciones y a emprender el camino hacia la restauración personal y
comunitaria, si es que decidimos transcurrir este tiempo sagrado en modo
reflexión espiritual y no en modo gastador estructural.
Teniendo en claro el panorama
precedentemente esbozado, es necesario que intentemos reflexionar sobre la
humildad como virtud esencial en nuestro tiempo. El relato del nacimiento de
Jesús en un humilde pesebre nos confronta con un mensaje profundamente contracultural:
la grandeza no radica en el poder ni en la acumulación de cosas o capitales,
sino en la humildad y la sencillez. Estoy escribiendo esto estando inmerso en
un mundo obsesionado con el consumo, y lo estoy haciendo totalmente adrede
porque intento compartir con vosotros un mensaje que tiene una relevancia
filosófica, ética y espiritual muy profunda.
Al respecto, Erich Fromm
advirtió en su obra "Tener o ser", que la sociedad contemporánea
promueve el "tener" como un ideal en sí mismo, mientras que descuida
totalmente el "ser". Pues bien, la navidad, entendida como un acto de
humildad divina- Dios se hace hombre para vivir con los hombres-, nos invita a
replantear nuestras prioridades y a valorar aquello que no puede ser comprado
por ninguna tarjeta de crédito: el amor, la comunidad y el sentido de
propósito.
En términos teológicos,
Bonhoeffer señalaba que la humildad es, en sí misma, una fuerza subversiva en
tanto que la grandeza de Dios se revela no en su poder, sino en su
condescendencia; no en su riqueza, sino en su pobreza. Esta perspectiva nos
interpela a vivir con humildad, todo el año, no solamente el 24 y el 25 de
diciembre, y tampoco como una negación de nosotros mismos, sino como una
apertura hacia los demás. Al aborrecer el consumismo navideño, Bonhoeffer nos
interpela a redescubrir el significado de esta celebración como un momento de
gratitud y entrega, alejándonos de la lógica del mercado que todo lo reduce a
mercancía y utilidad.
La humildad, entonces, no es
simplemente una virtud individual, sino un acto de resistencia poderosísimo
frente a una cultura que privilegia y naturaliza el egoísmo y la ostentación.
Sobre este asunto en particular, Simone Weil en su obra "Echar raíces",
describe la humildad como la verdad misma del alma que reconoce su lugar en el
universo: la navidad, en este sentido, nos desafía a reconocer nuestra pequeñez
y, al mismo tiempo, nuestra capacidad de contribuir al bienestar común desde
donde nos toque jugar, sin excusas.
En conclusión, queridos amigos lectores, en medio de las luces, las celebraciones, las mesas bien servidas y los fuegos de artificio, la navidad nos recuerda que el verdadero cambio comienza, en realidad, en lo más sencillo y pequeño: en el acto de cuidar, de compartir y de reconciliarnos con los demás. En este punto, las palabras de San Agustín en sus "Confesiones" resuenan con urgente necesidad, cuando sostuvo que "el corazón humano está inquieto hasta que descansa en el amor verdadero". Pues bien, este amor, lejos de ser una abstracción, se concreta en el cuidado del otro, en la construcción de comunidades solidarias y en la humildad de reconocer que no estamos solos: en un mundo asquerosamente atomizado e intencionalmente fragmentado por la polarización y el consumismo, la navidad es, sin duda alguna, el momento de resistencia ética y espiritual, porque no se trata de idealizar una tradición sin comprenderla, sino de entenderla y practicarla para rescatar su sentido profundo de llamado a la esperanza, a la reconciliación y al amor que todo lo puede, que todo lo transforma, y por el cual vale la pena estar vivo.