"El hombre moderno vive, para bien o para mal, en un mundo desacralizado, que en cierto modo ha dejado de ser un 'mundo'. Pues si para el hombre de las civilizaciones arcaicas lo sagrado era la única realidad, hoy la profanidad es el único absoluto" Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano.
Como hemos repetido en
incontables oportunidades, está claro que vivimos en una época donde la
realidad se ha vuelto maleable al dictado de la emoción, el capricho y el deseo
mediante el imperio de una post-verdad que ha corroído los cimientos de la objetividad,
incluso en el ámbito de lo sagrado. Lejos de la convicción firme y la comunidad
estructurada de la religión tradicional, la sensibilidad contemporánea ha
engendrado una espiritualidad "soft" y a la carta, una suerte de
bricolaje existencial donde el individuo se erige como arquitecto y legislador
de su propio cosmos trascendente. Para discernir la vacuidad de este fenómeno,
es menester interrogar la función que la fe, en su forma más arraigada, cumplió
a lo largo de la historia, y cómo su pérdida ha dejado al hombre posmo en un
estado de profundo desarraigo.
Recordemos la etimología misma
de la palabra "religión", la cual revela una dualidad esencial en su
propósito. Si bien para algunos pensadores su raíz se hala en "religare",
en el sentido de "atar" o "vincular" al ser humano con lo
divino y sus semejantes, la visión de Cicerón, que la deriva de "religere",
sugiere un matiz distinto: "recoger con cuidado", "observar
meticulosamente". Esta segunda acepción denota una praxis atenta y un
compromiso disciplinado con lo sagrado, más allá de la simple conexión emocional.
Precisamente por ello, la religión no es un consuelo trivial, sino un pilar
civilizatorio que ha brindado un marco ético y una comprensión del mundo. La
fe, en esencia, proporcionó al ser humano una estructura de sentido frente al
caos, tal como afirmó Émile Durkheim, al señalar que "una religión es
un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas
sagradas... que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos
aquellos que se adhieren a ellas" (Las formas elementales de la vida
religiosa, 1912). De este modo, queridos lectores, podrán apreciar que la fe no
es un asunto privado, sino el andamio que sostiene la vida colectiva.
Pues bien, la disolución de
este andamio no fue un proceso silencioso, sino un evento sísmico diagnosticado
por Friedrich Nietzsche en el siglo XIX. Su provocadora máxima de la
"muerte de Dios" no debe interpretarse como una afirmación atea triunfal,
sino como un funesto presagio de las consecuencias que acarrearía la pérdida de
la creencia. En su obra titulada "La gaya ciencia" (1882), el
personaje del "hombre loco" nos interpela diciéndonos: "¿No
oyen todavía el estruendo de los sepultureros que están enterrando a Dios? ...
¿Acaso hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para parecer dignos de
ello?". Con este grito, Nietzsche no celebraba la desaparición de la
figura divina, sino que señalaba la caída del fundamento moral, teológico y
ontológico que sostenía la civilización occidental. La muerte de Dios, para él,
significaba no sólo el advenimiento del nihilismo individual, sino también la
desintegración del lazo social, ya que las comunidades dejarían de estar
cohesionadas por un valor trascendente compartido. Es precisamente en este
abismo donde florece la espiritualidad 'a la carta', como un intento
desesperado y, a menudo, trivial, de llenar un vacío existencial que la razón y
la ciencia no han podido colmar.
El abandono de la religión
como sistema de pensamiento coherente ha conducido a una desidia del pensar que
es complementaria a la apertura banal a la novedad pseudo-espiritual. Martin
Heidegger, en su crítica a la metafísica occidental, argumentó que la humanidad
se había sumergido en un "olvido del ser", dejando de preguntarse por
la cuestión fundamental de la existencia para concentrarse únicamente en los
entes o en las cosas particulares. De forma análoga, la espiritualidad liviana
ha olvidado la pregunta por el sentido de la religación con lo trascendente y
se ha enfocado en los "entes espirituales": la meditación como
técnica de productividad, los cristales como amuletos, o el consumo masivo de
las constelaciones familiares como terapias rápidas de dudosa procedencia.
Al respecto, G.K. Chesterton
ya había advertido sobre este fenómeno en su obra "Ortodoxia" (1908),
donde sostenía que las herejías son "verdades que se han vuelto
locas", es decir, fragmentos de la verdad que, al ser aislados del conjunto,
pierden su coherencia y se convierten en falsedades. Así, la espiritualidad a
la carta es la herejía definitiva de nuestra era: selecciona fragmentos de la
sabiduría de distintas tradiciones y los convierte en verdades aisladas, vacías
de contexto. La pereza intelectual, que nos hace rehuir de las preguntas
existenciales profundas, nos vuelve susceptibles a los negocios que ofrecen
consuelos personales y fáciles. Sobre este asunto puntual, Charles Taylor, en
su obra monumental "A secular age" (2007), argumenta que en nuestra
era, "la fe ya no es algo autoevidente", sino una opción entre otras,
pero la espiritualidad on demand evita incluso esa elección consciente,
picoteando sin esfuerzo. Se consume lo sagrado como si de un commodity se
tratara, sin la menor intención de comprometerse con el rigor que dichas
prácticas exigen.
Evidentemente, la
superficialidad de esta religiosidad se hace aún más patente al contrastarla
con la profundidad de la psique humana. El psiquiatra Carl Jung, concibe a la
religión no como un dogma externo al sujeto, sino como una función natural del
alma humana, una expresión de la necesidad arquetípica de encontrar un
significado que trascienda la conciencia. En su texto titulado "Psicología
y religión" (1938), Jung afirmaba que "el alma es, por su
naturaleza misma, un proceso religioso. Si no se la comprende y se la cultiva,
se la reprime". La espiritualidad posmo, en su afán por ofrecer soluciones
mágicas, rápidas y superficiales, evade precisamente esta profunda
confrontación con los arquetipos y la "sombra" del inconsciente. Lo
que se presenta como un camino de autoconocimiento es, en realidad, una evasión
de la verdadera exploración del ser, una trivialización del sagrado y complejo
proceso de individuación, que Jung consideraba esencial para la salud psíquica
y espiritual.
Esta tendencia se manifiesta
en prácticas como las constelaciones familiares, un enfoque que pretende
resolver conflictos personales y sistémicos a través de representaciones
simbólicas sin sustento científico, teológico, psicológico ni psiquiátrico verificable.
De manera similar, la fascinación por las "dietas depurativas" o el
uso de minerales con propiedades supuestamente curativas, forman parte de un
catálogo de soluciones mágicas que prometen una sanación integral a través de
un consumo pasivo, sin exigir el arduo trabajo de introspección ni el
compromiso de una fe verdadera. La fe como preocupación última, en palabras del
teólogo Paul Tillich, ha sido reemplazada por una fe en la autoayuda, el
pensamiento positivo y la solución instantánea, despojando la espiritualidad de
su capacidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre de la existencia.
Por último, tenemos que
analizar una de las causas más graves de esta crisis de la espiritualidad
contemporánea, a saber, el profundo extravío de la fe: se ha reemplazado el
saber por el mero sentir. La fe, en su sentido más auténtico, nunca fue un acto
de credulidad ciega, sino un compromiso que demanda, como afirma San Anselmo de
Canterbury, un "creer para entender y entender para creer" (Credo
ut intelligam, intelligo ut credam). No obstante, la espiritualidad new age ha
promovido un "creer sin saber", es decir, una rendición voluntaria a
la flaqueza intelectual que nos hace susceptibles a cualquier oferta
pseudocientífica o esotérica. Esta predisposición a abrazar convicciones sin
fundamentos no es exclusiva del nuevo panorama espiritual, sino que se ha
infiltrado en las propias religiones monoteístas tradicionales.
En el catolicismo, el judaísmo
y el islamismo, se observa una alarmante erosión de la pedagogía y la
profundidad doctrinal. La falta de rigor en la formación de sus ministros,
aunada a la incapacidad de comunicar con seriedad los principios teológicos al
pueblo, ha generado una evidente desconexión entre la fe y el conocimiento. El
resultado es un laicado que, a menudo, no comprende los fundamentos de su
propia creencia, volviéndose vulnerable a la superficialidad del mundo y a la
tentación de sustituir un misterio profundo por una solución trivial propuesta
por redes sociales. Se me ocurre como ejemplo, en el ámbito católico, la
catequesis que se ha simplificado a tal punto que las nociones básicas de la
teología escolástica o de la patrística se han diluido en narrativas
moralizantes o en conceptos de autoayuda decadentes.
En el judaísmo, la pérdida de
la rigurosidad en el estudio del Talmud y la Halajá ha provocado una brecha
generacional de comprensión, reduciendo la religión a un conjunto de rituales y
prohibiciones sin la comprensión del "por qué" detrás de ellas. Así,
los creyentes, al no saber el origen de una ley o el razonamiento de un debate
talmúdico, pueden percibir las prácticas como algo arbitrario o anticuado. De
manera similar, en el islam, una interpretación simplista de los textos
sagrados, a menudo sin el bagaje del fiqh y la teología clásica, ha
llevado a la proliferación de entendimientos dogmáticos y simplistas. Esto se
manifiesta en la violencia desmedida de algunos grupos de musulmanes residentes
en Europa hacia ciudadanos que perciben como "infieles". Tal
radicalización, que se pretende justificar con pasajes religiosos, ignora
siglos de debates teológicos y hermenéuticos que, a través del fiqh y
el ijtihad (razonamiento independiente), establecieron complejas
reglas para la guerra, la coexistencia y la protección de los no musulmanes. La
falta de este bagaje doctrinal permite que interpretaciones literales y
simplistas sean instrumentalizadas para fines violentos, despojando a la fe de
su complejidad moral e intelectual.
De esta manera, la fe se
convierte en un ritual vacío o en un accesorio cultural, perdiendo su capacidad
para orientar la vida moral e intelectual. Es que la falta de un conocimiento
robusto de la propia tradición deja al creyente desarmado ante las "herejías"
de la modernidad, que G.K. Chesterton describió como "verdades que se han
vuelto locas", es decir, fragmentos de un sistema de creencias que, al ser
aislados, pierden su coherencia y se convierten en falsedades perniciosas.
En definitiva, queridos
lectores, queda claro que cuando la espiritualidad se convierte en un producto
de consumo y la verdad en una experiencia caprichosa subjetiva, es inevitable
que el individuo se enfrente a un vacío existencial disfrazado de libertad y
autonomía. Ante esto, es necesario preguntarse: ¿puede una fe construida sobre
cimientos tan dispersos ofrecer un verdadero refugio ante la adversidad, o es
sólo un adorno para la vida cotidiana, desechable cuando el sufrimiento se
torna real? Si la búsqueda de lo sagrado se privatiza, transformándose en una
herramienta para el bienestar personal, ¿dónde quedan la ética social y la
responsabilidad por el prójimo que las religiones tradicionales, con todas sus
imperfecciones, procuran cimentar? Esta espiritualidad a la carta, ¿nos libera
de la tiranía dogmática o nos encierra en una jaula dorada de narcisismo,
prometiendo una trascendencia que, en el fondo, sólo refleja nuestra propia
imagen?
Lisandro Prieto Femenía