"El sistema necesita a los tontos
más que a los críticos"
Pino Aprile
La reflexión sobre el declive de la inteligencia en la sociedad contemporánea no es un tema novedoso, pero adquiere una urgencia particular cuando se analiza desde la perspectiva de sus causas más fundamentales. Antes de adentrarnos en las provocadoras tesis de Pino Aprile, resulta pertinente trazar un marco conceptual a partir de un análisis que aborda este problema desde dos ángulos interrelacionados: la crianza y la convivencia social. Como he planteado en mis artículos titulados "Ame a sus hijos, no críe imbéciles" y "¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?, la estupidización es un fenómeno que se gesta tanto en el ámbito íntimo de la familia como en la esfera pública.
En primer lugar, la crianza
que prioriza la comodidad y el hedonismo por encima del esfuerzo y la
resiliencia mental produce, de manera inadvertida, individuos con un
pensamiento atrofiado. A su vez, esta complacencia individual que se ve
reforzada por una tolerancia social que, al confundir la cortesía con la
indiferencia hacia la mediocridad, legitima la imbecilidad y la convierte en un
valor funcional. Los precitados artículos sirven, por lo tanto, como un punto
de partida para comprender cómo la imbecilidad ha pasado de ser un defecto a
una cualidad premiada, allanando el camino para el análisis particular de la
obra de Aprile y otros tantos que vienen advirtiendo, hace siglos, que en
materia de inteligencia, estamos yendo hacia atrás.
La inteligencia, esa chispa
sagrada que permitió al Homo Sapiens ascender en la escala
evolutiva y a dominar casi por completo su entorno, parece hoy,
paradójicamente, una carga innecesaria para el intrincado engranaje de la
sociedad postmoderna. Hoy los quiero invitar a leer una provocadora tesis de
Pino Aprile en su obra titulada Elogio del imbécil nos
confronta con una incómoda verdad: la estupidez, lejos de ser un defecto
vergonzoso, se ha convertido en una ventaja adaptativa, una cualidad premiada y
replicada en la jerarquía social. Esta inversión perversa de los valores no es
accidental, sino que forma parte del resultado de un proceso de domesticación
intelectual, una suerte de "eutanasia de la razón" consentida.
Aprile, en su análisis, nos
advierte que la inteligencia es, por naturaleza, subversiva. Es el motor de la
crítica, la duda y la innovación. Un genio, al cuestionar la norma, introduce
arena en los engranajes de un sistema que busca uniformidad y eficiencia. En
contraste, el estúpido, con su obediencia absoluto y su tendencia natural a la
repetición, se erige como el guardián más fiel de las estructuras de poder. Las
jerarquías, desde las corporativas hasta las estatales, parecen funcionar mejor
y con mayor fluidez cuanto más se nutren de la imbecilidad. Este fenómeno no es
sólo una observación sociológica, sino que es, ante todo, una cuestión
filosófica fundamental sobre el propósito y el destino de la especie.
Ante esto, podríamos
preguntarnos si la cultura, en lugar de ser un catalizador del progreso, se ha
transformado en un simple archivo de conocimientos que desincentiva el esfuerzo
individual por pensar. Pues bien, Pino Aprile sostiene que "la
inteligencia, en las sociedades humanas, es como arena que se introduce en los
engranajes: puede obstruir los mecanismos" (Elogio del
imbécil, 1997). La disponibilidad masiva de información a través de la
tecnología, lejos de fomentar un pensamiento más profundo, está generando una
pereza mental sin precedentes. Ya no es necesario comprender, sino sólo
replicar. El intelecto, al ser relegado a una función meramente reproductiva,
se atrofia, perdiendo su agudeza y su poder creativo.
La verdadera tragedia
filosófica reside en la aceptación pasiva de esta clara involución. La
humanidad, en la cúspide de su desarrollo tecnológico, ha comenzado a
comportarse como una especia que parece haber agotado su función intelectual.
Pino Aprile señala, con elocuente ironía, que "podemos perder la
inteligencia igual que perdimos la cola. No es una ventaja evolutiva" (Nuevo
elogio del imbécil, 2025). Esta frase encapsula la idea de que la
inteligencia, que alguna vez fue crucial para la supervivencia, hoy podría ser
tan obsoleta como la cola para un homo sapiens. Nuestro autor refuerza esta
noción en su obra más reciente, Nuovo elogio dell'imbecille, al
argumentar que la inteligencia se ha convertido en una "cualidad
superflua" o un "ornamento", ya que la sociedad ha externalizado
el pensamiento y la resolución de problemas en máquinas. Esta regresión
intelectual se manifiesta con claridad en la condición de la distracción
perpetua, un concepto analizado magistralmente por el filósofo
alemán Walter Benjamin (1892-1940).
Recordemos que, en su
influyente ensayo titulado La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica (1935), Benjamin argumenta que la
modernidad, a través de medios como el cine, reemplazó la recepción
contemplativa del arte con una forma de asimilación masiva y superficial. El
público, al ser bombardeado por un flujo incesante de imágenes, se halla en un
estado de "distracción"(Ablenkung) que, si bien puede tener un
potencial político, también erosiona la capacidad de concentrarse y de
experimentar la realidad de forma profunda y crítica. Esta condición nos impide
el pensamiento profundo y la experiencia auténtica, ya que la atención se
fragmenta y la razón se diluye en la fugacidad de lo inmediato.
Así, la sociedad del
espectáculo, con su incesante bombardeo de imágenes y datos superficiales, poda
el cerebro del Homo sapiens, haciendo de la estupidez el nuevo
ideal adaptativo. Una de las ideas más potentes para comprender esta involución
intelectual proviene del filósofo y cineasta francés Guy Debord quien, en su
obra seminal La sociedad del espectáculo, argumenta que la vida
social ya no se vive de forma directa, sino a través de la
"representación", una colección de imágenes y productos que se
interponen entre el individuo y su propia realidad. Para Debord, "el
espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las
personas, mediada por imágenes" (Debord, G., 1967). En esta
sociedad, la experiencia auténtica es reemplazada por la contemplación pasiva.
El consumo de imágenes, sean estas publicitarias, mediáticas o digitales, se
vuelve el centro de la existencia, y la vida se convierte en una sucesión de
momentos separados y desvinculados de un todo significativo. En este contexto,
la estupidez no sólo es un subproducto de la distracción, como señalaba
previamente Benjamin, sino un requisito funcional. Un individuo que piensa, que
cuestiona la autenticidad de las imágenes que consume, es una amenaza para la
hegemonía del espectáculo, que se sostiene sobre la pasividad, la obediencia y,
en última instancia, la imbecilidad.
A esto se suma el aporte de
Gianni Vattimo, quien desde la perspectiva de su "pensamiento débil"
(el cual se opone a las filosofías con verdades "fuertes" y
"absolutas"), pareciera ofrecer un marco en el cual la estupidez no
sólo es tolerada, sino también legitimada como una forma de liberación de los
grandes relatos y dogmas. Como él mismo afirmó, "el pensamiento
débil no es, en sí mismo, una forma de debilidad, sino una forma de liberación
de las ataduras de las grandes Verdades" (Vattimo, G., El
fin de la modernidad 1985). En este contexto, la imbecilidad no es el
resultado de un déficit concreto, sino la consecuencia de un sistema que
intencionalmente ha devaluado la jerarquía de los saberes y que, en su afán por
democratizar la opinión, trivializa el conocimiento mismo.
Ahora bien, si Aprile y
Vattimo describen el problema, el politólogo argentino Agustín Laje va un paso
más allá en su ensayo titulado Generación idiota (2023), al
sostener que el fenómeno que acabamos de describir no es un proceso accidental
y pasivo, sino una estrategia intencional de control social. Laje sostiene que
la imbecilidad es un subproducto de una "revolución cultural" que busca
erosionar las bases del pensamiento crítico. Según su análisis, esta estrategia
se implementa a través de la promoción de ideología que "ser valen
de una retórica simplista y emocional para desactivar la racionalidad" (Laje,
A., 2023, Generación idiota: Una crítica al adolescente posmoderno).
La imposición de una "moral líquida" y la atomización del individuo,
sumadas a la híper-estimulación digital, conducen a una incapacidad para
discernir entre la información verdadera y la propaganda. En esta línea, la
estupidez no sólo nos vuelve más dóciles, sino que nos convierte en cómplices
inconscientes de nuestra propia opresión. La inteligencia, con su tendencia a
la división y la confrontación, es vista como un peligro, es decir, un
obstáculo para una sociedad que valora la unidad banal, superficial y la
conformidad. Es en este punto donde la "nueva apología" de Aprile
encuentra su máxima expresión: la estupidez, al ser lo opuesto a la
inteligencia, se convierte en un aglutinador social, ya que "la
inteligencia divide, la estupidez une" (Lasexta.es., 2025, "¿Somos
cada vez más tontos?").
También debemos recordar el
aporte del gran filósofo italiano Umberto Eco, que también se adentró en este
terreno, señalando cómo el dominio de la imagen y la superficialidad mediática
atrofia el pensamiento. En su ensayo Apocalípticos e integrados (1964)
nos advirtió sobre la emergencia de un "neoanalfabetismo visual", una
forma de regresión cultural donde el individuo es incapaz de leer e interpretar
de forma crítica la imagen y, por lo tanto, la realidad que a través de ella se
le impone. Esta observación complementa la tesis de Aprile sobre cómo el
dominio de los medios visuales poda el cerebro, relegando la palabra y, con
ella, la capacidad de pensamiento abstracto. La imagen, con su inmediatez y su
carácter simplista, se convierte en el nuevo lenguaje universal, un lenguaje
que no requiere de la complejidad de la reflexión ni de la sintaxis del
pensamiento.
Como se habrán podido
percatar, caros lectores, la apología de la estupidez no es un capricho del
destino, sino el resultado de un sistema ético que ha perdido la brújula. La
postmodernidad, al desmantelar las grandes narrativas, ha instaurado un relativismo
que, en su versión más banal, equipara el conocimiento con la opinión y la
crítica con la intolerancia. En este escenario, la búsqueda de la verdad es
vista como un acto arrogante o retrógrada, mientras que la solidez del
pensamiento es reemplazada por la fluidez de las emociones subjetivas. En este
marco existencial, tan real que duele, la estupidez se convierte en una
herramienta para la supervivencia social, pues la persona que no cuestiona ni
piensa demasiado no amenaza en absoluto el frágil consenso de la indiferencia
naturalizada.
Lo que acabamos de exponer
representa, literalmente, una tragedia de nuestro tiempo que, a pesar de
disponer de las herramientas para alcanzar una iluminación sin precedentes, la
humanidad elija el camino de la oscuridad cognitiva. La estupidez, antes un
error lamentable y/o digno de vergüenza, se ha transformado en un vicio cómodo,
un refugio para aquellos que prefieren la certeza de la ignorancia a la
angustia del saber y la duda. La pregunta que se nos impone, entonces, no es si
podemos perder la inteligencia, sino si ya la hemos perdido, y si el precio por
haberlo hecho es el de vivir en una sociedad que se complace en su propia
banalidad, una colectividad que ha intercambiado la capacidad de asombro por el
consuelo de la complacencia decadente.
En fin, ¿por qué es fundamental leer estas obras de Aprile hoy? Porque su crítica no se limita a señalar el problema, sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia complicidad. La "nueva apología del imbécil" no es un libro que se deba leer desde la indignación pasiva y quejosa, sino como un manual para la resistencia intelectual. Se trata de un texto que nos llama a romper el ciclo de la distracción y la complacencia, a reapropiarnos de nuestra capacidad de pensar y de dudar. En un mundo donde la estupidez es un valor funcional, la lectura de Aprile se convierte en un acto de subversión, una forma de rebelión contra la dictadura del conformismo y la trivialidad.
Lisandro Prieto Femenía