"Me rebelo, luego somos"
Albert Camus, El hombre rebelde
Las protestas de la Generación Z en Nepal, desencadenadas por la censura de plataformas digitales, no son un mero arrebato de ira juvenil, sino la culminación de un proceso histórico de profundas frustraciones. Para que podamos comprender su magnitud, es imperativo contextualizar el conflicto político de un país que, hasta el año 2008, era la única monarquía hindú del mundo. Tras una década de guerra civil (1996-2006) liderada por una insurgencia maoísta, el anhelo de paz y democracia llevó a la abolición de la monarquía y al establecimiento de una endeble república. Sin embargo, este cambio de régimen no ha cumplido las promesas de prosperidad y estabilidad.
En lugar de una gobernanza
efectiva, Nepal se ha visto sumido en una crónica inestabilidad política, con
más de una decena de primeros ministros en quince años. Este vacío de poder ha
permitido que la corrupción se arraigue fuertemente, alcanzando un pico en el
índice de Percepción de la Corrupción. Mientras que una élite política ha
rotado en el poder, perpetuando el nepotismo y el clientelismo, la juventud se
ha enfrentado a un desempleo endémico, que oficialmente ronda el 10%, pero es
mucho mayor en la realidad de una economía preponderantemente informal. En este
marco de traición a las promesas democráticas y de desesperanza, el eco digital
de las redes sociales silenciadas y el clamor de las calles de Katmandú
manifestaron una fisura que va más allá de una reacción a una prohibición
gubernamental, revelando la profunda crisis de legitimidad de un sistema que
está caducando.
Ahora bien, la explosión
social en Nepal no puede entenderse sin una disección aguda de su principal
protagonista: la Generación Z. esta cohorte, nacida en un entorno de
hiperconectividad y disrupción constante, trasciende la etiqueta demográfica
para convertirse en un fenómeno filosófico. Son los llamados "nativos
digitales" que, a diferencia de sus predecesores, no adoptaron la
tecnología, sino que la heredaron como una extensión de su propia existencia.
Su identidad y su percepción del mundo están intrínsecamente ligadas a las
redes sociales, que actúan como su principal ágora pública, su fuente de
información y su espacio de pertenencia.
Desde una perspectiva
filosófica, esta generación se enfrenta a la paradoja de la conectividad
permanente y la anomia. Viven en un mundo con una abundancia de información sin
precedentes, pero carecen de los grandes relatos o instituciones (Iglesia, Estado,
familia) que en el pasado otorgaban un sentido unificado a la existencia. Este
vacío ha generado un profundo escepticismo hacia las estructuras de poder y una
aguda conciencia de las injusticias globales. Su pragmatismo, forjado por el
trauma de las crisis económicas y las promesas políticas incumplidas, los lleva
a desconfiar de los sistemas, no de las causas. Su rebelión, por lo tanto, no
es ideológica en el sentido clásico de la palabra, sino existencial porque se
encuentran en una búsqueda de significado y dignidad en un mundo que les ha
sido entregado, a priori, en ruinas.
El precitado estallido en
Nepal interpela una crisis más profunda que el fracaso de un gobierno: se trata
de la decadencia de "lo político". A diferencia de "la
política", que se refiere a las prácticas cotidianas de administración y poder,
"lo político" constituye la dimensión fundacional de la existencia
colectiva, el espacio agonístico donde las comunidades articulan su identidad y
destino. Su decadencia puede ser comprendida a través de la distinción
filosófica que realiza Hannah Arendt entre las actividades de la vita
activa.
En su obra "La condición
humana" (1958), Arendt sostiene que la vida humana se compone de tres
esferas: labor, (el ciclo biológico de la producción y el consumo), trabajo (la
creación de objetos duraderos) y acción (la interacción libre entre los
individuos para crear una esfera pública). En esta perspectiva, la decadencia
de "lo político" reside en la corrosión de la acción. Cuando la
política se reduce a la gestión de problemas económicos y sociales (es decir,
al trabajo o la labor), pierde su capacidad de crear un espacio público
significativo porque "la única actividad que relaciona
directamente a los hombres, sin la intermediación de cosas u objetos, es la
acción". Pues bien, lo que las protestas nepalíes revelan es que
el sistema ha despojado a los jóvenes de la capacidad de acción, relegándolos a
un ciclo de labor (la búsqueda de empleo excesivamente precario) o al exilio-
como argentino, esto me resulta familiar-. El acto de la censura digital es el
intento de suprimir no sólo la libertad de expresión, sino el último vestigio
donde la Generación Z podría reconstruir un espacio de "acción" para
dar forma a un "nosotros" frente al "ellos" del poder
enquistado.
Así, las protestas nepalíes
son un síntoma del colapso del orden político que Francis Fukuyama describe en
su obra "Orden y decadencia de la política" (2014), donde el autor
sostiene que la corrupción y el clientelismo no son fallos del sistema, sino la
evidencia de que las instituciones han sido "capturadas" por élites
extractivas que operan pura y exclusivamente en beneficio propio, socavando la
imparcialidad y la ley. La desilusión de la Generación Z no nace sólo del
desempleo, sino de la percepción de un sistema que no funciona para ellos.
La frutilla del postre fue la
prohibición de las redes sociales, en tanto que es un claro ejemplo de la
desconexión que tiene esta élite. En lugar de abordar las causas del
descontento social, se intentó silenciar el canal de la frustración, revelando
una respuesta autocrática y una ignorancia profunda sobre cómo las nuevas
generaciones construyen su identidad colectiva y su voz política. Con
decisiones bananeras como la precitada, el Estado, en su forma actual, es
percibido como un obstáculo para el progreso, no como su garante.
Ahora bien, consideramos
oportuno acudir a la filosofía para consultar sobre el concepto mismo de
rebeldía, y más particularmente en esta era digital. El aporte de Albert Camus
a la comprensión de los estallidos sociales radica en su distinción fundamental
entre "rebeldía" y "resentimiento", o la simple
"revuelta". Para el filósofo, la rebeldía no es un acto nihilista ni
un estallido irracional de ira, sino que es, por el contrario, un acto de
afirmación, un momento en que el individuo, al decir "no" a la opresión,
simultáneamente que se dice "sí" a un valor que le trasciende. Esta
es la clave para entender filosóficamente el clamor de la generación Z en
Nepal.
En su obra "El hombre
rebelde" (1951), Camus establece que la rebelión es el "movimiento
que lleva a un hombre a interponerse entre el mundo y lo que se le niega".
Se trata del rechazo consciente de una situación que se presenta insostenible.
Esta negativa inicial, que se siente en lo más íntimo del individuo, se
convierte en un acto político cuando el rebelde se da cuenta de que su dignidad
no es un valor solitario, sino un bien común. Justamente, en torno a esto,
Camus indica que "el movimiento de rebeldía es el paso de la
consideración individual a la colectiva, del 'yo' al 'nosotros. Me rebelo,
luego somos". Mirando a Nepal con estas gafas, podemos interpretar su
protesta no como un grito por no tener trabajo, o por vivir en un país
totalmente corrompido, sino como el reconocimiento de que la dignidad humana
está siendo ultrajada por estas condiciones y que la lucha por la justicia debe
ser, siempre, colectiva.
Sin embargo, y cuidado aquí,
esta nueva forma de rebelión digital nos obliga a enfrentar un desafío futuro.
La híper comunicación, a la vez que permite una conexión instantánea y global,
también presenta la paradoja de la fragmentación y la dependencia. ¿Puede un
movimiento cimentado en la fugaz lógica de las plataformas digitales sostener
una acción política robusta y duradera? ¿Qué ocurre cuando el canal de esa
rebeldía es también un espacio controlado por intereses corporativos y, como se
demostró en Nepal, vulnerable al control estatal? El futuro de la acción
colectiva parece depender de nuestra capacidad para traducir la solidaridad
digital en una presencia tangible y organizada en el mundo físico, evitando que
la rebeldía se convierta en una mera moda efímera o en un eco vacío en las
cámaras de resonancia de la red.
Para finalizar, nos queda
analizar el fuego como símbolo del paso de la política a la barbarie. La quema
de edificios públicos, y en particular, la del parlamento, trasciende la
violencia de una riña para convertirse en un acto simbólico radical. No es sólo
un estallido de furia contra la opresión, sino una manifestación de la barbarie
que surge de la decadencia de los tiempos en los que vivimos. Políticamente, el
parlamento es el asiento físico de la autoridad representativa del Estado. Su
destrucción significa la deslegitimación total de un sistema que ya no
representa a sus ciudadanos, sino que se percibe como una estructura vaciada de
contenido y manchada por su corrupción naturalizada. Es, en definitiva, una
declaración visceral de que la democracia, como institución, ha fracasado
rotundamente.
En términos filosóficos, este
acto nos sitúa ante un dilema ético. Si bien el hombre rebelde de Camus afirma
un valor al negarse a la opresión, la quema de un símbolo de la vida pública
puede deslizarse hacia una forma de nihilismo preocupante. Es la negación
absoluta de cualquier orden posible, una expresión de que, si no hay justicia,
no debe haber ninguna estructura. Este tipo de acción, aunque comprensible en
el contexto del hartazgo social, revela la peligrosa delgada línea que separa
la rebelión constructiva de la destrucción pura. No debemos olvidar que
históricamente, contamos con episodios como la quema del Reichstag en Alemania
o la reciente irrupción en el Capitolio de los Estados Unidos, hechos que han
marcado momentos de crisis extrema, donde el fuego consume no sólo los
ladrillos, sino también la esperanza de una resolución pacífica, abriendo la
puerta a un futuro triste e incierto.
Más allá de la noticia
coyuntural que hoy nos convoca, este estallido social en Nepal nos obliga a
interrogar las verdaderas patologías de nuestro tiempo. La pregunta que surge,
con una agudeza que perturba, es si acaso la corrupción que carcome las instituciones
es una simple falla o el síntoma de una enfermedad terminal en la democracia
moderna, una que hace que el contrato social pierda su validez. ¿Cómo puede una
ciudadanía, particularmente una juventud que ha crecido en la promesa de la
conectividad, depositar su fe en un sistema político que se revela como un
patético vehículo de acumulación para una casta decadente? Este desencanto
cuestiona la viabilidad misma de la democracia cuando el ascensor social está
averiado, y la única alternativa parece ser la huida o la rebeldía.
En este punto de inflexión,
nos confrontamos con el dilema ético del acto de rebelarse. ¿Estamos
presenciando una mera explosión de frustración destructiva o la génesis de un
nuevo tipo de movimiento político, uno que utiliza el desborde como un lenguaje
para exigir un futuro que le ha sido arrebatado? La pregunta se agudiza cuando
consideramos el rol de las plataformas digitales, que sirven tanto de
catalizador como de campo de batalla ideológico. ¿Es posible diferenciar una
rebeldía que busca la reconfiguración del orden de una que simplemente anhela
su demolición, y dónde reside la responsabilidad de las generaciones que han
construido este mundo para orientar a quienes heredan el caos? Nepal nos fuerza
a mirarnos al espejo y a reconocer que el fracaso de una generación puede ser
el acto fundacional de la desesperación de la siguiente, y que el silencio
institucional es la fuerza más corrosiva en la era de la información.