Hay presencias que nunca se
van, legados que se tatúan en el alma y amores que definen quiénes
somos. Hoy, en el Día de la Madre, las redes se inundan de fotos
y frases, pero algunas historias merecen ser contadas en mayúsculas, porque
son la brújula que guía a generaciones enteras. La historia de
Concepción, o "Doña Mary" para todos los que la
conocieron, es una de ellas.
Mi madre fue el ejemplo hecho persona. Una mujer trabajadora, incansable, pero, sobre todo, una madre presente. De esas que no dudaba en pedir permiso en su trabajo para no perderse un acto escolar, solo para vernos portar la bandera. Ese era nuestro orgullo compartido, la ofrenda que con mi hermana siempre queríamos darle, un momento sagrado entre su sacrificio y nuestra felicidad. En un mundo que a menudo nos invita a mirar hacia los costados, ella nos enseñó a mirar de frente, sin importar si estábamos ante la persona más humilde o la más millonaria. Su lección más grande fue simple y revolucionaria: nadie es más o menos que nadie.
Nos incentivó a
superarnos, a estudiar, a romper barreras. Pero el motor de todo
no era la ambición, sino el amor propio. El valor y la confianza en
nosotros mismos fue su mejor herencia, un tesoro que no se devalúa y que
hoy intento transmitir a mis propios hijos. Nos inculcó desde el amor el
respeto profundo, no solo hacia las mujeres, sino hacia cada ser
humano.
Fue una madre excelente y una
abuela aún mejor, de esas que dejan el olorcito a comida casera impregnado
en los recuerdos. Su presencia es constante, la siento en cada
decisión importante, la escucho en cada consejo que doy, la veo en
los valores que nos forjaron.
Por todo eso, por ser
cimiento y faro, por tu amor que sigue siendo el motor de todo, hoy
como ayer y como siempre quiero decírtelo: ¡Feliz
día, Mamá! ¡Feliz día, Concepción! ¡Feliz día, eterna
Doña Mary!
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